Capítulo 88

La historia de Cupido pasó a la segunda página de los periódicos al cabo de unos cuantos días, y una semana después ni siquiera se mencionaba en las noticias, ya que la prensa había desviado su atención para refocilarse con otro trágico asesinato, un incendio o una inundación. Inicialmente, las portadas se llenaron de dolorosos detalles de la violación de C. J., y las especulaciones acerca de. su posible móvil y su desquite ocuparon las cabeceras; sin embargo, la marea de la opinión pública se apoderó de los editoriales y el derecho a la intimidad de las víctimas de violaciones se convirtió en tema de debate, y la prensa, en el malo de la película.

C.J. se tomó unos días libres para reflexionar, reponerse y permitir que los diarios perdieran interés en ella. Los cargos contra Bantling por el asesinato de las otras diez víctimas se presentaron discretamente y sin ninguna fanfarria, y curiosamente pasó con una mínima mención por parte de los periódicos. En cualquier caso, para C. J. el asunto ya no tenía la menor importancia, porque Rose Harris se había hecho cargo de los asesinatos. Le quedaba todavía una vista final a la que asistir, una última reunión con el monstruo y con la prensa, y su labor habría terminado.

Pasó unos días en Cayo Oeste con Dominick mientras decaía el furor en Miami. Fue tranquilo y relajante, y pasaron el tiempo juntos, charlando entre botellas de vino y magníficos atardeceres. La sensación de alivio que la invadía le parecía increíble; alivio ante la posibilidad de poder compartir aquella solitaria y reservada parte de su ser, una parte que había permanecido doce años oculta y bajo llave. Y aunque ni ella ni Dominick hablaron del asunto, de la violación, el solo hecho de saber que él estaba al corriente, que no le importaba y que a pesar de todo la amaba fue para C.J. una experiencia profundamente conmovedora, que le elevó el ánimo y al mismo tiempo la hizo enamorarse más profundamente de él.

La fase de sentencia del juicio empezó seis semanas después. Por orden del juez Chaskel, Bantling fue amordazado, esposado y encadenado de pies y manos. El magistrado había querido asegurarse de que Bantling estuviera dispuesto a comportarse debidamente sin necesidad de recurrir a medidas coercitivas, pero Bantling no había tardado ni cinco minutos en enviar al magistrado y a la fiscal a la mierda, de modo que el juez había acabado ordenando que lo redujeran. Lo último que deseaba era que el jurado resultara influenciado por un nuevo ataque de histeria del reo con el juicio a punto de concluir. Había concedido al acusado la oportunidad de responder, y su propia abogada había rebatido las extrañas acusaciones. Que fuera el tribunal de apelaciones del distrito tercero quien se ocupara de atender sus delirios. Una vez el jurado hubiera decidido la sentencia, sería problema de esa instancia superior, no de él.

En un caso de pena capital, la fase de sentencia era como un juicio en miniatura, donde ambas partes podían aportar testimonios aunque la culpabilidad no pudiera ser puesta en duda. La cuestión se reducía a si el reo debía morir o no como consecuencia de sus crímenes. C.J. presentó la solicitud del ministerio fiscal en tres días. El jurado presenció otras pruebas halladas en el remolque de Viola Traun, vio las fotos de los otros diez corazones que se habían hallado junto con el de Anna Prado y las macabras instantáneas, se enteró de los otros diez secuestros y conoció a las diez víctimas, todas con la misma cicatriz esculpida en sus vacíos tórax; pruebas que no habían podido apoyar su enjuiciamiento pero que podían servir para condenarlo. Durante todo aquel tiempo, Bantling permaneció sentado al lado de Lourdes Rubio con la boca sellada.

El cuarto día, una vez terminada la labor del ministerio fiscal y antes de que la defensa presentara sus alegaciones, el juez Chaskel hizo salir al jurado de la sala.

– Señorita Rubio, ¿tiene usted intención de llamar a algún testigo de la defensa?

– Solo a uno, señoría. El señor Bantling solo desea llamar a un testigo. Desea testificar en su propia defensa.

El juez dejó escapar un suspiro.

– Muy bien, pues. Está en su derecho, pero asegurémonos primero si está dispuesto a seguir las normas. Hank, retírele la mordaza.

El corazón de C. J. empezó a latirle con fuerza.

«Tranquila, no fueron más que insensateces, no tiene ninguna prueba. De eso me aseguré.»

Miró a su izquierda y vio a Dominick, que la observaba desde el fondo de la sala y asentía con la cabeza, diciéndole que todo iba a salir bien.

El juez contempló a Bantling por encima de las gafas con los ojos entornados en una mirada donde se advertía cautela.

– Señor Bantling, su abogada me ha dicho que usted desea declarar en su propia defensa, a lo cual tiene derecho. Sin embargo, a lo que no tiene derecho es a que su testimonio altere el orden de este tribunal. Por lo tanto, no le será permitido si no es capaz de controlarse -le advirtió severamente-. Dicho esto, ¿puede usted asegurar que no se producirán más alborotos inapropiados, como los que organizó durante el juicio? Si lo promete ante este tribunal, le permitiré testificar. De lo contrario, no me dejará otra opción que mantenerlo amordazado. ¿Qué escoge, señor Bantling?

– ¿Alborotos inapropiados? -gritó Bantling-. ¡Que lo folien a usted y a su mierda de tribunal! ¡Me han tendido una trampa! ¡Esa maldita puta me ha tendido una trampa!

La mordaza volvió a su lugar.

El jurado tardó menos de veinte minutos en regresar con una petición unánime: pena de muerte.

Para no dilatar lo innecesario, el juez Chaskel sentenció a Bantling a morir mediante una inyección letal. Luego, ordenó que se lo llevaran, que despejaran la sala, y abandonó rápidamente el estrado. Bantling fue sacado a rastras por tres fornidos agentes de Vigilancia Penitenciaria, entre forcejeos y ahogados gritos bajo la mordaza. La prensa corrió a informar a sus editores y tras los miembros del jurado para entrevistarlos cuando salieran. Dominick, Manny Chris Masterson y Eddie Bowman fueron llevados fuera por diversas cadenas de televisión para recoger en directo sus opiniones. Los únicos que permanecieron en la sala fueron el alguacil, C. J. y Lourdes, cada una recogiendo sus respectivos y voluminosos expedientes del caso «El estado de Florida contra William Rupert Bantling».

Lourdes se acercó a C. J., en la mesa del fiscal, al dirigirse hacia la salida empujando el carrito donde se amontonaban en precario equilibrio sus carpetas. Era la primera vez que se dignaba mirarla desde lo ocurrido en la cárcel del condado.

C. J. le tendió la mano en señal de hacer las paces.

– Ha sido un placer trabajar con usted, Lourdes.

La abogada hizo caso omiso del comentario y de la mano tendida.

– ¿Llevará usted el caso de los diez asesinatos, Cejota? -preguntó.

– No. No lo creo.

– Mejor.

C. J. pasó por alto la indirecta y acabó de meter los papeles en su maletín.

– Hay muchos aspectos en este caso que me preocupan, CeJota. Algunos se deben a mi propia actuación, y por ellos asumo toda la responsabilidad. ¿El fin justifica los medios? No lo sé. La verdad es que no lo sé. -Contempló la sala vacía, como si quisiera aprehenderla una última vez-. Pero hay un asunto que no puedo quitarme de la cabeza y que no deja de intrigarme, y que creo que a usted también. -C.J. mantuvo los ojos fijos en sus expedientes, deseando que Lourdes y su mala conciencia desaparecieran cuanto antes-. Justo en el último momento -prosiguió Lourdes-, antes de las conclusiones finales, el agente Falconetti da con la casa de la tía abuela de Bantling, un hombre cuyo pasado ha sido examinado con lupa. ¡Qué casualidad que diera con esa pariente cuando apenas quedaban unas horas de juicio y que no hubiera podido hacerlo en los meses que duró la investigación! Todo un héroe, sí señor, y muy ingenioso por su parte el volver a plantear el historial criminal de Bantling con el juicio tan adelantado. ¿Brillante trabajo policial o extraña coincidencia? Puede que otro desconocido pajarito le soplara la idea al oído. Aunque supongo que eso es algo que nunca sabremos.

C. J. levantó la vista y sostuvo la mirada de Lourdes.

«Ahora sabes que yo lo sabía, que lo sabía desde el principio.»

Dicho lo cual se alejó por el pasillo, dejando atrás el vacío banco del jurado y el estrado de los testigos y del juez. Al llegar a la puerta, se dio la vuelta e hizo un último comentario:

– Dicen que la justicia es ciega, Cejota; pero creo que es solo porque en algunos casos prefiere no mirar. Hará bien en recordarlo.

Castigo
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