Capítulo 36

C. J. se dio palabras de ánimo ante el pequeño espejo del despacho y se dirigió al juzgado para despachar el trámite de un caso que tenía programado para el viernes siguiente. Iba a necesitar controlar férreamente sus emociones si deseaba seguir con el caso. El doctor Chambers tenía razón: iba a tener que escuchar y ver cosas diariamente que la retrotraerían dolorosamente a aquella noche del 30 de junio de 1988. De hecho, le acababa de ocurrir, y le había sentado igual que recibir un puñetazo en la boca del estómago. Las peores pesadillas ya habían regresado. ¿Qué otros horrores la aguardarían si no era capuz de controlarse? ¿Una nueva crisis nerviosa? ¿Otra sala de paredes acolchadas y más psicoterapia?

Todo radicaba en el autocontrol. Necesitaba controlarse. Controlar sus emociones, sus sentimientos; mantenerlo todo a raya y estar al mismo tiempo preparada para cualquier cosa.

«No dejes que esta vez pueda contigo. No permitas que te venza.»

Tras el turno en el juzgado, fue a ver a Neilson y el cadáver de Anna Prado nuevamente. Lo había visto la noche en que había sido hallada, pero deseaba contemplar con sus propios ojos las marcas de las inyecciones donde le habían pinchado el intravenoso. La iban a enterrar el lunes, y la familia deseaba velar el cadáver durante el sábado y el domingo, de modo que aquella era su última oportunidad antes de que enviaran el cuerpo a la funeraria.

Manny tenía razón: el doctor Neilson demostraba excesivo entusiasmo hacia su trabajo. No dejó de dar saltitos y moverse de un lado a otro mientras le mostraba emocionadamente las marcas de inyecciones en las nalgas y las reventadas venas del tobillo y el brazo derecho y, por último, el pinchazo del gota a gota, por donde había fluido el Microvaron, paralizándole el cuerpo antes de la muerte.

Neilson había usado las fotos tomadas durante las autopsias de las otras nueve víctimas para localizar marcas sospechosas que en su opinión pudieran coincidir con señales de inyecciones al menos en cuatro de los cuerpos. Había realizado pruebas preliminares en busca de Haloperidol en seis de los cuerpos, y todas habían dado positivo. Las comprobaciones del Microvaron iban a tardar unos días más.

Los vivos se consolaban con la idea de que, cuando alguien moría y dejaba este mundo, su alma encontraba por fin la paz. Quizá se tratara de un mecanismo compensatorio, una de las muchas formas que la gente tenía de esquivar la cruda realidad que la muerte planteaba. Sin embargo, C. J. no creía una palabra de todo eso. No se trataba de que fuera agnóstica; al contrario, creía en Dios y en un mundo mejor, e iba a la iglesia casi todos los domingos; pero en cuanto a la muerte, dudaba de que los fallecidos hallaran la paz en ella; especialmente los que habían muerto prematuramente o de forma violenta, los que habían visto su vida cruelmente arrebatada, sin aviso previo. Esos no estaban en paz, y nunca lo estarían; no dejarían de preguntarse por qué habían tenido que abandonar este mundo mientras el asesino que les había quitado la vida seguía sobre la faz de la tierra y podía seguir besando a su madre y ver a su familia. Aquel día le había llegado el turno a Anna Prado de encontrarse con el embalsamador, de prepararse para la fiesta final. La había visto yaciendo en la camilla metálica, con el cabello lleno de pegotes de sangre seca y las pestañas arrancadas, con el pecho cosido con hilo negro y el rostro desprovisto de color. Lo único en que C. J. había pensado era en lo triste que parecía. Triste y aterrorizada. Para ella no habría paz.

Se saltó la comida y en su lugar se decidió por un café del Dunkin' Donuts con doble ración de crema batida y un nuevo paquete de Marlboro. Luego se encerró en su despacho durante toda la tarde y abrió el archivo que contenía los seis artículos de prensa que había descubierto e impreso la noche anterior. Necesitaba averiguar qué había ocurrido exactamente con aquellos casos, y no podía deducirlo de la investigación periodística. Así pues, empezó por orden cronológico, descolgó el teléfono y marcó el número del Departamento de Policía de Chicago.

– Departamento de Policía de Chicago. Sección de Archivos. Le habla Rhonda Michaels.

– Buenos días, agente Michaels, soy fiscal en la oficina del fiscal del condado de Miami-Dade, y confío en que pueda usted ayudarme. Necesito cierta información acerca de una violación ocurrida hace varios años en su jurisdicción y que fue investigada por su departamento, pero me temo que cuento con muy pocos datos.

– ¿Cuál es el número del caso? -la interrumpió bruscamente Michaels con tono áspero y cansado.

Sin duda tenía que manejar cientos de archivos diariamente y no estaba de humor para conversar.

– Es lo que le decía. No lo tengo. Por desgracia, la única información de que dispongo proviene de un artículo de periódico de 1989.

– ¿Tiene el nombre del sospechoso?

– No. Según el artículo, nunca se llegó a identificar a sospechoso alguno. Ese es mi problema. Necesito saber algo más de ese caso para poder relacionarlo con otro que tenemos aquí.

– A ver… No hay nombre del sospechoso… ¿Tiene el nombre de la víctima? Quizá podría empezar a mirar por ahí.

– Tampoco. Su nombre no aparecía citado.

– Pues entonces no creo que pueda ayudarla. -Se hizo un silencio-. Un momento, ¿tiene la fecha en que sucedió, una dirección, el nombre del detective encargado? Dígame qué tiene.

– Sí. Tengo la fecha. Es el dieciséis de septiembre de mil novecientos ochenta y nueve. La dirección es el mil ciento sesenta y dos de Schiller. No figura el número del apartamento. Aquí dice que los detectives del Departamento de Policía de Chicago lo investigaban.

– De acuerdo. Puede que baste con eso. No cuelgue. Tengo que introducir los datos en el ordenador y hacer algunas comprobaciones. Puede que tarde un rato.

Exactamente doce minutos más tarde regresó al teléfono. Esa vez su voz sonaba amable.

– Aquí lo tengo. El número del informe de la policía es F 8922234 X. Tiene tres páginas. El nombre de la víctima es Wilma Barrett, de veintiún años. Agredida y violada en su apartamento de la planta baja, el uno A. ¿Es este el que estaba buscando?

– Sí. Ese debe de ser. ¿Puede decirme qué pasó con el caso? ¿Se resolvió?

– Un momento. Deje que consulte el historial… No. No, nunca se resolvió. Tampoco se efectuaron detenciones. El detective que se encargó de llevarlo fue Breña, Dean Breña. Puede que todavía esté por aquí, claro que hay cientos de detectives y no los conozco a todos. Además, ocurrió hace mucho. ¿Quiere que le pase con Delitos Sexuales?

– No. Por el momento, no. Primero necesito echar un vistazo al informe de la policía para comprobar que está relacionado con el que llevo aquí. ¿Podría enviarme una copia por fax?

– Claro, aunque seguramente tardará unos minutos. ¿Cuál es su número?

C. J. se lo dio y fue corriendo a la máquina receptora para esperar a que llegara. La zona de secretarias, donde estaban Marisol y el fax, era un laberinto formado por una decena de escritorios separados por paneles de media altura. Estaba ubicado en medio del Departamento de Delitos Mayores y rodeado por cortos corredores que daban a las ventanas de los despachos de los fiscales del departamento y a un largo pasillo que conducía a los ascensores y a las salidas de seguridad.

C. J. se sintió igual que una niña gorda que aparece sin haber sido invitada en una fiesta veraniega, vestida con téjanos y cazadora. Era consciente de que no pertenecía a aquel laberinto. Las charlas y las risas habían sonado hasta que su presencia fue percibida y de inmediato cesaron cuando las otras la vieron esperando al lado del fax. Una silenciosa señal de alarma recorrió la zona, y la cháchara fue rápidamente sustituida por un incómodo silencio.

Creía que, al igual que en otras oficinas corporativas, en las dependencias de la oficina del fiscal del estado existía cierto tácito orden jerárquico entre los que allí trabajaban: los de Administración se relacionaban con los de Administración, los abogados con los abogados, y las secretarias, los coordinadores de testigos y los auxiliares con las secretarias, los coordinadores de testigos y los auxiliares. El quebrantamiento de la norma no era imposible, pero sí infrecuente, y C. J. tenía tres puntos en contra: como asistente en jefe, era miembro de Administración, y como fiscal formaba parte de los abogados. También era la única jefa de Marisol, y aunque eso podría haber bastado para inclinar a alguien a la bebida, Marisol seguía perteneciendo a las secretarias, de modo que las demás cerraron filas protectoramente a su alrededor. Así pues, cuando C. J. entró en el laberinto, el enemigo se hallaba al acecho y los cuchicheos cesaron tan rápidamente como habían comenzado.

C.J. dirigió incómodas sonrisas a las secretarias que la miraban de reojo, al tiempo que rezaba para que el mensaje saliera, y ellas le devolvieron el mismo incómodo rictus. Tras una breve eternidad, la máquina zumbó y aparecieron las cinco páginas del fax. A continuación, C. J. se retiró a su despacho tras una sonrisa de adiós y cerró la puerta.

A las siete de aquella tarde ya había hablado con los archivos de los seis departamentos de policía diferentes y conseguido que le enviaran una fotocopia de todos los informes.

Fue como si leyera seis veces el relato de su propia violación. El método de intrusión había sido el mismo en los seis casos: siempre en un apartamento de planta baja, siempre en plena noche mientras la víctima dormía. También el modus operandi resultaba idéntico: primero, las víctimas amordazadas y atadas de pies y manos; luego, agredidas por un musculoso desconocido oculto tras una careta de látex de payaso, con el pelo y las cejas de color rojizo y una gran sonrisa, o bien otra de Alien con la boca reluciente. El arma utilizada para reducirlas y aterrorizarlas había sido siempre un cuchillo de sierra. Los instrumentos de tortura habían diferido con cada víctima, pero siempre habían dejado cicatrices. Las víctimas habían descrito haber sido violadas con botellas de cerveza, con objetos retorcidos de metal o cepillos para el pelo. Todas las mujeres había acabado brutalmente lesionadas, con graves heridas en las zonas vaginales y uterinas, y sus pechos habían sido sajados con el cuchillo. Sin embargo, el agresor no había dejado rastro alguno, ni semen, ni pelos, ni huellas. Ninguna prueba tangible. Las escenas del crimen estaban limpias y de ellas no se había podido conseguir indicio alguno.

No obstante, no fue por las similitudes físicas de cada crimen que C. J. supo con toda certeza que había sido cosa de Bantling, sino por los detalles que el violador había manifestado saber de cada una de las mujeres; los detalles íntimos que habían sido usados como arma de tortura psicológica: sus restaurantes favoritos, sus perfumes, su tipo de jabón, la talla de sus vestidos, sus marcas preferidas, el nombre de sus novios y sus horarios de trabajo. De una estudiante de la UCLA había sabido hasta las notas que sacaba; de la camarera de Hollywood, el saldo de su VISA de los últimos tres meses. Eso sin contar con sus fechas de aniversario y sus apodos.

Había sido Bantling. No le cabía duda. Ya no. Ninguno de los casos se había resuelto. No se habían encontrado pistas ni producido detenciones, no había habido sospechosos. Hasta ese momento.

Pero ¿qué importaba ya? Sus pensamientos volvieron a la conversación que había mantenido con Bob Shurr, de la oficina del fiscal de Queens, hacía solo dos días. Temía conocer la respuesta que intuía. Incluso aunque pudiera abrirse una causa -algo que siendo fiscal creía dudosa, teniendo en cuenta las nulas pruebas físicas existentes-, aunque las víctimas se mostraran dispuestas a declarar, ¿no iba a quedar cortada de raíz cualquier iniciativa por el régimen de prescripción? La violación de Chicago había ocurrido hacía más de diez años. Dudaba de que quedaran plazos, y de hecho no se sorprendió cuando consultó los estatutos de Illinois y descubrió que el límite de prescripción estaba fijado en diez años. Al igual que el de ella, aquel caso se había perdido para siempre.

Sin embargo, la violación de California había ocurrido el 23 de marzo de 1994, hacía poco más de seis años. Le constaba que en algunos estados los regímenes de prescripción habían sido ampliados en los casos de delitos sexuales. La liberal California se contaba sin duda entre ellos. Quizá, después de todo, le quedara alguna esperanza. Buscó en internet la legislación californiana y su régimen de prescripciones para los delitos sexuales. Casi se echó a llorar al leer la respuesta: seis años desde la fecha de comisión del delito.

Había llegado cinco meses tarde.

Castigo
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