Capítulo 71
El jurado, compuesto por cinco mujeres y siete hombres, quedó constituido el viernes a las 14.42 de la tarde, exactamente quince minutos antes de que el tribunal cerrara por vacaciones de Navidad. En Florida no se recluía a los jurados, sino que se les permitía que volvieran a sus casas con sus familias. Cuatro hispanos, dos afroamericanos y seis caucásicos formaban el jurado de iguales de William Bantling. Sus edades iban desde los veinticuatro años del instructor de inmersión hasta los setenta y seis del librero jubilado. Todos vivían en Miami, y aunque estaban al corriente de los crímenes de Cupido, todos habían declarado que todavía no se habían formado una opinión acerca de la culpabilidad o inocencia del acusado, de modo que habían prestado su juramento de ser justos e imparciales con ambas partes.
Para cuando C.J. guardó sus carpetas en los archivadores y cerró su maletín, la sala había quedado desierta. Y dado que la selección del jurado le había parecido tediosa y aburrida, hasta la prensa se había marchado temprano.
La Oficina del Fiscal del Estado no era caso aparte. Tigler había cerrado su despacho a las tres, pero la mayoría de la gente se había ido a casa a las doce. C. J. pasó ante los desiertos cubículos de la zona de secretarias, decorados con llamativos adornos navideños y cuyas papeleras rebosaban de arrugados papeles de regalo de color verde, rojo y blanco. Un carro que se utilizaba habitualmente para llevar expedientes al sótano yacía abandonado junto a la fotocopiadora, rebosante de vasos de plástico medio llenos de refrescos y platos con restos de aperitivo, los vestigios de la pequeña fiesta navideña que acababa de perderse. Casi todos los fiscales encargados de delitos mayores se habían marchado el lunes, en un intento de aprovechar los días sueltos que les quedaban de vacaciones antes de perderlos, y sus despachos se veían oscuros y vacíos.
C.J. recogió los expedientes que creía que iba a necesitar para su declaración inicial y guardó los demás bajo llave en su archivador. Cogió su abrigo y su bolso del respaldo de la silla, su maletín y el carrito y se encaminó despacio hacia los ascensores. Había oído decir que se producían muchos más suicidios en el día de Acción de Gracias, por Navidad o por Año Nuevo que en cualquier otra fecha del año. No solo eran los mejores momentos del año: también podían ser los más solitarios.
Cruzó el vestíbulo, salió al oscuro aparcamiento y se abrochó rápidamente el abrigo. Incluso en aquel soleado estado del sur, el aire nocturno podía resultar gélido si llegaba un frente frío soplando a través del río Miami.
Todos tenían planes para las vacaciones, planes para pasar el tiempo con amigos, con los seres queridos; pero no ella. Para C. J. no había nadie en esas vacaciones navideñas, y esos días transcurrirían como tantos otros, sin la alegría de la paz en la tierra para los hombres de buena voluntad. Naturalmente, siempre le quedaban sus padres, en California, eso suponiendo que volar a la costa Oeste para pasar solo un par de días fuera una opción. Sin embargo, sus visitas siempre habían estado teñidas de tristes recuerdos que resultaban una amenaza a cualquier intento de mantener una conversación normal. Su madre insistía en evitar hablar de cualquier cosa que pudiera resultar desagradable, lo cual reducía las conversaciones a los asuntos del tiempo y de los últimos estrenos musicales; y su padre se limitaba a observarla tristemente mientras esperaba que volviera a desquiciarse. Al menos esa era la impresión que C. J. tenía. Lo máximo que emocionalmente llegaba a soportar era pasar con ellos una semana al año, en verano. Aquella era otra de las cosas que Bantling le había quitado. Esa Navidad la volvería a pasar con Lucy, Tibby y el pavo hecho en casa, salvo que este año no estaría Jimmy Stewart y Qué bello es vivir. En su lugar tendría la soledad de su cocina y pasaría el tiempo escribiendo y volviendo a escribir su alegato inicial, preparando los interrogatorios, empezando a idear sus conclusiones finales en su esfuerzo por acabar con un asesino.
Había pasado justo una semana desde la última vez que había sabido algo de Dominick, y se preguntó cómo pasaría él la Navi dad. ¿Con familia?; ¿con amigos?; ¿solo? Se dio cuenta entonces de lo poco que sabía de él y de lo que le habría gustado conocer. Le gustaba pensar que, cuando el caso hubiera concluido, quizá podrían reanudar su relación donde la habían dejado. No obstante, en lo más profundo de sí, sabía que era imposible. Dominick había sido en exceso categórico al marcharse, cuando ella había dejado que saliera por la puerta.
«Añádelo en la lista de los sacrificios en aras de un bien mayor.»
Llegó a su jeep y dejó en él el maletín y los archivos mientras hacía una señal con la mano al guardia de seguridad que la observaba desde el calor del iluminado vestíbulo del edificio Graham. Acto seguido, condujo hacia Fort Lauderdale y su pavo para uno, sin reparar en el rostro conocido que la observaba en silencio desde las sombras.
Observándola y esperando.