Capítulo 60
Dado que se trataba de un recurso planteado por la defensa, era en ella sobre quien recaía la carga de la prueba. Le correspondía a Lourdes demostrar que la detención era nula, ya que el ministerio fiscal no tenía que defender su conformidad a derecho. Y el único modo de probar la nulidad era mediante testigos, testigos que hubieran observado la detención. El primer testigo de Lourdes Rubio fue el agente de policía Víctor Chávez.
Chávez cruzó tranquilamente las dobles puertas del tribunal e hizo un serio gesto de asentimiento hacia el juez Chaskel antes de tomar asiento a su lado, en el estrado de los testigos. Se ajustó la corbata del uniforme y se aclaró la garganta. El silencio se apoderó de la sala.
Lourdes acabó de hojear sus papeles y desordenadas notas, y al cabo de unos largos segundos se levantó del lado de Bantling y se acercó al banquillo. Fue exactamente entonces cuando un frío terror se apoderó de las tripas de Víctor Chávez, y la boca se le secó de golpe. Fue entonces cuando supo que estaba jodido.
Unas semanas atrás había ido a SoBe con su hermano. Lo cierto es que fueron al Clevelander, el mismo local de donde había desaparecido Morgan Weber, la última víctima de Cupido. Y como siempre ocurría, cuando corrió el rumor de que había llegado «el policía que había capturado a Cupido», las chicas aparecieron por todas partes, deseosas de saber cómo lo había conseguido; deseosas de saber si se iba a marchar y adonde; deseosas de echar un vistazo al asiento trasero de su coche patrulla. Había sido increíble. Incluso había habido chicas suficientes para su hermano. Y esa noche no había sido una excepción.
No había hecho más que sentarse cuando aquella putilla pelirroja de la ceñida camiseta rosa y su amiga morena se instalaron a su lado, preguntándole si era cierto que había capturado a Cupido. Se había tomado unas copas antes de ir al Clevelander y unas cuantas más allí, y de repente se sentía estupendamente. Si no lo recordaba mal, su hermano iba tan cocido que apenas podía caminar. Por su parte, la pelirroja se había mostrado tan entusiasmada, babeando ante todos sus comentarios, que él había sabido que iba a ser otra noche de caza fácil.
Sin embargo, en esos momentos, sentado en la silla de duro respaldo del tribunal, con todas las cámaras fijas en él, supo que la había cagado de pleno. El sudor le empezó a correr por las sienes, y notó que se le deslizaba por el cuello. Se frotó los secos labios.
La abogada defensora que tenía delante, con su conservador traje gris y los brazos cruzados sobre el menudo esqueleto, era la amiga morena del Clevelander.
Y Chávez comprendió que ella lo había oído todo.