Capítulo 96

Qué lista. Sí, muy lista. Desde luego, había reparado en el escalpelo que faltaba nada más entrar en la habitación. ¿Acaso lo había tomado por imbécil creyendo que no se daría cuenta? El clásico error. Un error que otras mucho más listas que ella habían cometido. Con las prisas lo había subestimado, lo había tomado por tonto.

Las victorias en ajedrez se conseguían atrayendo al enemigo mediante una serie de complejos y en apariencia inofensivos movimientos, hasta una trampa de la que no podía escapar. La emoción culminaba cuando se susurraban las palabras jaque mate al sorprendido incauto de delante que, hasta ese momento, no había hecho más que planear su siguiente movimiento para intentar matar a la reina.

Su juego no era muy distinto, y el placer de la victoria aumentaba si se contaba con un adversario digno de ese nombre. Se había movido por la habitación, disponiendo el tablero, diseñando la trampa, ebrio de expectación por ver la expresión de asombro recorriéndole el bello rostro.

Había visto suelta la sujeción de la muñeca, su puño temblando de nervios antes de su último y desesperado intento por salvar la vida quitándosela a él. Había observado sus ojos, desorbitados de miedo, y le había permitido mentalmente que pusiera su peón en posición. Luego, su mano, rauda como el rayo sobre la de ella, sus palabras de jaque mate final y el ataque de ella, frustrado.

C. J. tenía la mano fuertemente cerrada en un puño, y él vio la roja sangre que le fluía entre los dedos y por la muñeca hasta gotear en la superficie de acero de la camilla. Usando ambas manos, le deshizo la presa. Ella gimió en señal de protesta. Allí vio el escalpelo del número cinco y el profundo corte que este había abierto en la carne cuando él le había aplastado la muñeca. Se lo sacó de entre los dedos como habría hecho un padre que hubiera tenido que quitarle el juguete a un hijo pequeño y travieso.

C. J. movió lentamente la cabeza a un lado y a otro en clara señal de derrota, mientras las lágrimas le brotaban de los ojos. Su último y mejor esfuerzo había fracasado. A Chambers le hizo gracia que hubiera tenido tanta fuerza. Una digna adversaria, mejor que las otras; pero, por desgracia, no lo bastante buena.

Escuchó primero el grito en su oído, sus palabras, claras y en absoluto confusas, y fue entonces cuando comprendió que el Haldol había dejado de hacer efecto. Mucho, mucho antes de lo que había pensado. Dolor, un dolor odioso y ardiente le atravesó el cuello, y notó el calor de su propia sangre mientras le goteaba sobre la bata, convirtiendo lentamente el tejido verde en otro rojo oscuro.

La sorpresa sustituyó a la diversión mientras oía las palabras que ella le gritaba con el lacrimógeno rostro sombrío e iracundo. Se llevó inútilmente las manos al cuello, intentando tapar el agujero del que le manaba un violento chorro entre los dedos. Notó que se ahogaba en su propia sangre y oyó sus propias y entrecortadas palabras cuando intentó hablar con C. J. Contempló cómo la vida se le escapaba, salpicándole los zapatos, fluyendo lentamente por todo el suelo.

Forcejeó para agarrarla, para retorcerle y aplastarle el cuello, pero dio un traspié y no pudo alcanzarla cuando cayó hacia atrás, dando con la espalda contra la pared. C. J. se sentó en la camilla, y Chambers vio entonces la navaja que sostenía en la mano izquierda, de la que caían gotas de sangre en la camilla: su sangre.

Y en ese momento tuvo miedo porque supo que había cometido el error más clásico de todos: la había subestimado.

Castigo
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