Capítulo 98
¡Las llaves! ¡Las malditas llaves! Estaban en el bolsillo de su chaqueta, sobre la silla; al lado de donde se había derrumbado contra la pared, mientras sus dedos seguían moviéndose y arañando el suelo. Tenía los ojos abiertos, pero no parpadeaba, y de no ser por el movimiento de sus dedos se habría dicho que estaba muerto. Probablemente se hallaba en estado de choque clínico, y sus órganos estaban empezando a dejar de funcionar. Se arrastró por entre la sangre que cubría las baldosas hasta la silla. La americana descansaba, doblada, encima. El dolor del pecho le resultaba insoportable y a cada movimiento le costaba más y más respirar.
Tiró de la chaqueta hasta que cayó al suelo y rebuscó frenéticamente en los bolsillos sin quitarle el ojo de encima a Chambers. Su sangre, caliente todavía en el suelo, estaba por todas partes. Bolsillo del pecho: nada. Bolsillos interiores: nada. Bolsillo izquierdo: ¡bingo! El ruido de unas llaves. Las sacó y empezó a arrastrarse hasta la puerta. Las piernas le hormigueaban, pero seguía sin tener fuerza en ellas.
La mano la atrapó por el tobillo velozmente, tirando de ella. Gritó e intentó desasirse de la presa con sus inútiles piernas. Se volvió y vio que en su otra mano Chambers sostenía la jeringa.
– ¡No! ¡No! -gritó-. ¡Dios mío, no!
Sus manos se movieron frenéticamente sobre la resbaladiza superficie, intentando alejarse, pero no encontraron a lo que aferrarse y acabó resbalando hasta donde él estaba sentado. Vio la jeringa, el cilindro lleno de líquido transparente, la aguja que escupía diminutas gotas de veneno. Tenía el dedo en el émbolo, dispuesto a clavársela en el muslo a medida que le tiraba de la pierna. Semejante dosis de Microvaron inyectada directamente en su torrente sanguíneo sin la disolución previa de un gota a gota la mataría. Manoteó desesperadamente en busca de un asidero, cualquier cosa que pudiera ayudarla a mantenerse lejos de él, pero no encontró nada, y la aguja se fue acercando hasta quedar a pocos centímetros de su piel. Aunque estaba segura de que Chambers sabía que su muerte estaba próxima, vio un destello de triunfo en su rostro cuando él pensó que iban a morir juntos.
Sus manos dieron con algo frío, con algo metálico en el suelo. Tijeras. Las agarró y con todas sus fuerzas se lanzó sobre Chambers, contra Chambers. Su mano golpeó primero, y las tijeras le encontraron el pecho. La presa de Chambers cedió de repente, y su mano le soltó el tobillo y se deslizó, flácida, al suelo. La jeringa cayó sobre las baldosas y rodó en medio de la sangre hasta la pared. Sin embargo, la mirada de triunfo no desapareció de sus ojos, que permanecieron abiertos.
C.J. se arrastró hasta la puerta y tanteó en busca del pomo. Agarrándose a él, se incorporó y encontró la cerradura. Su mano derecha, empapada con la sangre de su herida abierta, resbaló del picaporte y C. J. cayó con todo su peso sobre la barbilla. Un intenso dolor le oprimió la cabeza igual que un cepo, y el cuarto empezó a desvanecerse.
«¡No! ¡No! ¡Levántate! ¡No te desmayes aquí! ¡Ahora no!» Sacudió la cabeza para despejar la bruma y volvió a levantarse apoyándose en el pomo. Sus dedos encontraron la cerradura que había encima. Las llaves entrechocaron mientras sus temblorosas manos buscaban la llave correcta. El dolor en la palma de su mano derecha era intenso y no le permitía usar los dedos. La tercera llave halló la cerradura y se deslizó dentro. Oyó un clic. Giró el pomo y consiguió abrir ligeramente la puerta antes de resbalar hasta el suelo. Sus dedos hallaron la abertura y tiraron del batiente hasta que por fin cayeron en el suelo enmoquetado de un oscuro pasillo. En alguna parte sonaba el tictac de un carillón.
¿Dónde estaba? ¿Dónde demonios estaba? ¿Qué otras sorpresas le tenía reservadas?
Lanzó una mirada a su espalda. Chambers seguía sentado e inmóvil, contra la pared, con los ojos muy abiertos, vacíos y sin vida. Se arrastró por el pasillo en busca de un teléfono. El corredor estaba oscuro, casi tan oscuro como la habitación de la que acababa de salir. No había luz ni ventanas.
«Encuentra un teléfono. La policía puede rastrear la llamada. Así sabrán dónde estoy. Seguramente me encuentro en su casa, sea cual sea el sitio donde diantres esté.»
Le resultaba casi imposible respirar. El aire se le hacía pesado, y el dolor la aturdía.
«Aquí no. ¡No te desmayes aquí, Chloe!»
Unos tres metros más adelante encontró una escalera de madera y, sujetándose a la barandilla, se dejó deslizar por ella hasta que aterrizó en la oscuridad, sobre un suelo de frías baldosas. Había más luz abajo que arriba, y también ventanas. Vio que fuera era oscuro, de noche. Las luces de la calle mandaban una suave claridad a través de los postigos. Al final de un corredor azul y amarillo, encima de un antiguo escritorio de madera lleno de fotos de Estelle y su familia, estaba el teléfono.
Sabía exactamente dónde se hallaba, dónde había estado todo el tiempo. Y allí, en la agradable casa de estilo español de Almería Street, en la comodidad del consultorio de su psiquiatra, se tumbó en el fresco suelo de terrazo mexicano y se echó a llorar mientras esperaba a que llegara la policía.