Capítulo 63

Lourdes Rubio abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó una botella de Chivas Regal, la ambrosía que reservaba para las celebraciones y los veredictos favorables de inocencia. Sin embargo, ese día iba a servir para un propósito diferente: ese día se la bebería para emborracharse a conciencia y tranquilizar los nervios que le sacudían todo el cuerpo.

Se sirvió un vaso y contempló el sobre de su escritorio, que estaba cubierto con las fotos de una horripilante escena de un crimen. El cadáver despanzurrado y sanguinolento de Anna Prado yacía en el maletero del nuevo Jaguar de su cliente con los ojos muy abiertos y aterrorizados.

Se odiaba. Se odiaba a sí misma por lo que había dicho ante el tribunal. Por lo que casi había dicho y por lo que no. Esa mañana nadie había salido ganando. No había fiesta de celebración.

Sabía que su cliente era un violador, un violador sádico y brutal. Sabía que había violado a la fiscal, y también que no sentía el más mínimo remordimiento por haberle arruinado la vida. Lourdes sospechaba asimismo que había violado a otras mujeres, aunque no lo hubiera confesado, al menos todavía. Bill Bantling solo admitía los hechos que creía que ella necesitaba saber. No había nada nuevo en esa conducta: la mayoría de sus clientes compartían ese mismo rasgo.

Pero ¿era un asesino?

Al principio, cuando la había contratado pagándole por anticipado, había dicho decididamente que no; que se trataba de una farsa, de un error. Era imposible que un hombre así fuera un violador y un asesino. Imposible que se tratara de Cupido. Sin embargo, la había engañado por completo, lo cual no sucedía a menudo, especialmente tratándose de una abogada defensora, profesión en la que había que contar con que casi todos los clientes se callaban algo o mentían incluso a quienes habían contratado para que les salvaran la vida. Pero Bill Bantling no era como la mayoría de los clientes. Era un hombre de éxito en los negocios, apuesto, encantador y sincero. Había sido su amigo desde antes de que lo detuvieran, acompañándola en sus sesiones de jogging por SoBe los sábados por la mañana y compartiendo a veces un cappuccino en la librería los fines de semana. Se había tragado toda la historia y en ese momento se daba cuenta de hasta qué punto la había engañado. Burlada por un psicópata de suaves modales. Eso era lo que más la hería.

Y, luego, estaba C. J. Townsend, la fiscal a quien siempre había admirado y respetado; una persona que no se dedicaba al politiqueo ni interponía traicioneros recursos solo para hacer quedar bien a su oficina. Lourdes sabía que también C. J. mentía y que, aunque sus motivaciones podían estar justificadas, no por eso resultaban más honorables. Había repasado las hojas de los inventarios que la policía había levantado en los registros de los coches y la casa de su cliente. Había mirado en las cajas de las pruebas obtenidas en dichos registros. No había nada allí. Nada de lo que, según su cliente, tendría que haber habido. Otro callejón sin salida. Estaba llegando un punto en que Lourdes ya no podía confiar en su propia opinión de la gente.

Apuró el primer trago sin dejar de mirar las macabras imágenes. ¿Dónde estaba la justicia para Anna Prado? ¿Dónde estaba la justicia para su cliente, a quien había jurado defender celosamente? ¿Qué significaba ya la palabra justicia?

Esa mañana había fallado como abogada defensora. Había tenido acorralado a aquel imbécil de policía, pero había tirado la toalla. Había desistido porque sabía que su cliente era un violador. Y en ese momento, en la sala, cuando había visto a Bantling mirar a su víctima con nada más que desprecio y furia en los ojos había sabido que volvería a hacerlo si la ocasión se presentaba; y que no sería ella la que permitiría que ese hombre volviera a hacer daño a una mujer; ella, que era la campeona de los derechos de las mujeres dentro de la comunidad cubana, la comunidad en la que vivía, trabajaba y ejercía. De hecho, era la presidenta de La Lucha, la organización que ayudaba a las mujeres cubanas víctimas de la violencia doméstica a encontrar ayuda y respaldo legal ante sus agresores. ¿Cómo podía llamarse abogada y al mismo tiempo usar su talento para que un brutal violador saliera libre? Había visto de primera mano el daño que ese hombre había causado a su víctima, y sabía lo que le haría a la siguiente.

Lourdes se tomó un segundo trago, y este pasó con mucha más suavidad. Fue más fácil de tragar y no quemó tanto. Quizá la misma analogía se le podía aplicar en aquella charada; quizá los pasos le resultaran más fáciles en el futuro a medida que colaborase en llevar a su cliente al cadalso; quizá no le quemaría tanto cuando viera que le clavaban la aguja. Una cómplice del asesinato de su cliente.

Porque en realidad no creía que fuera un asesino, y sabía que podía conseguir sacarlo del apuro, que podría haberlo sacado esa mañana. Lo sabía todo del extraño y anónimo soplo que habían dado a la policía de Miami Beach el 19 de septiembre. Aquel imbécil de policía se lo había soltado por su bocaza a ella y a su ayudante en el Clevelander, así que sabía por qué había interceptado el Jaguar, aunque el muy cretino hubiera decidido cambiar el guión. El pobre creía que podía negar lo que ella había oído en el bar, simplemente negarlo, y que con eso desaparecería. Sin embargo, las cosas no funcionaban así, ¿verdad?

Jugueteó con la cinta de cásete que había solicitado al Departamento de Policía de Miami Beach. En la etiqueta ponía: «9-19-2000. 20.12 h». Las cintas 911 se conservaban por cuestión de rutina durante treinta días antes de ser borradas. Por suerte, había: conseguido su copia el día veintinueve.

El whisky estaba ejerciendo su mágico efecto, haciendo que se sintiera aturdida y anestesiada. Lourdes contempló la imagen de Anna Prado y se sirvió otro trago.

El tercero se le deslizó por un gaznate ya insensibilizado.

Castigo
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