Capítulo 2

Junio de 1988. Nueva York

Se había levantado el viento, y los tupidos matorrales que ocultaban de la vista su inmóvil cuerpo empezaron a agitarse y a susurrar. Por el oeste, un relámpago iluminó el cielo, y retazos blancos y púrpuras destellaron tras el brillante perfil de Manhattan. No había duda de que iba a descargar un chaparrón, y pronto. Profundamente enterrado en la oscura maleza, apretó la mandíbula y tensó el cuello ante el rumor del trueno. ¿Acaso no era aquello la guinda del pastel, una tormenta mientras esperaba, tumbado ahí fuera, a que aquella zorra volviera a casa?

Agachado bajo la espesa maraña de arbustos que rodeaba el edificio de apartamentos, la brisa no le llegaba, y el calor se le hacía tan asfixiante bajo la gruesa máscara de payaso que casi le parecía que la piel se le derretía. El olor de las hojas en descomposición y de la húmeda tierra dominaba el escondrijo, de modo que procuraba no respirar por la nariz. Algo diminuto se le deslizó por la oreja, y tuvo que esforzarse para dejar de imaginar las distintas clases de bichos que en esos momentos podían estar reptando por su cuerpo, subiéndole por las mangas y las botas de trabajo. Acarició ansiosamente la afilada y dentada hoja con sus enguantados dedos.

No había señales de vida en el desierto jardín. Salvo el ruido del viento en las ramas de los pesados robles y el constante traqueteo de la docena larga de aparatos de aire acondicionado que colgaban precariamente sobre él en los alféizares de las ventanas, todo estaba en silencio. Anchos y tupidos setos crecían a lo largo de aquel lado del edificio, y él sabía que nadie podría verlo desde los apartamentos de arriba. La alfombra de hojas muertas y malas hierbas crujió ligeramente bajo su peso cuando se incorporó y se movió lentamente a través de los matorrales hacia la ventana de la mujer.

Ella había dejado las cortinas descorridas. El resplandor de la farola se filtró a través de los setos, proyectando pálidas cintas de luz por el dormitorio. Dentro, todo estaba oscuro e inmóvil. La cama estaba sin hacer, y la puerta del ropero permanecía abierta. Un montón de zapatos (de tacón, sandalias, zapatillas de deporte) sembraba el fondo del armario. Al lado del televisor, sobre la cómoda, se exhibía una colección de osos de peluche. Docenas de negros ojillos de vidrio lo miraban a través de los haces de ambarina luz que entraban por la ventana. El rojo resplandor del reloj despertador señalaba las 00.33.

Sus ojos sabían perfectamente hacia dónde mirar y recorrieron rápidamente la cómoda. Se pasó la lengua por los resecos labios. Un surtido de sujetadores de colores y bragas de encaje a juego sobresalían en desorden de un cajón abierto.

Su mano fue hasta los vaqueros y palpó la emergente erección. Sus ojos se movieron velozmente hacia la mecedora donde ella había dejado su camisón de encaje. Cerró los ojos y se acarició arriba y abajo, con más fuerza, mientras recordaba exactamente la imagen de ella la noche anterior: sus firmes y generosas tetas brincando mientras se follaba a su novio con el blanco y transparente camisón puesto; con la cabeza echada hacia atrás, en éxtasis, y sus curvados y mórbidos labios abiertos de placer. Era una chica mala por dejar descorridas las cortinas. Muy mala. Su mano se movió todavía más rápida. Se imaginó el aspecto que tendría ella con esas largas piernas enfundadas en medias de nylon hasta el muslo y con algunos de aquellos zapatos de tacón del armario abrochados a los tobillos; imaginó sus propias manos aferrando las negras agujas, levantándole las piernas, alto, muy alto, y separándoselas mientras ella gritaba, de miedo primero y de placer después; su rubia melena desparramada en la almohada y las muñecas fuertemente atadas a la cabecera de la cama; el encaje de sus lindas bragas rosa y su espesa mata de vello rubio directamente ante su boca. «¡Nam-ñam!» En su mente dejó escapar un gemido a pleno pulmón, y el aliento se le escapó en un siseo por la pequeña abertura del centro de su roja y retorcida sonrisa de goma. Se detuvo antes de alcanzar el clímax y abrió los ojos de nuevo. La puerta del dormitorio se encontraba entreabierta, y vio que el resto del apartamento estaba oscuro y vacío. Volvió a su puesto bajo los matorrales. El sudor le bañaba el rostro y el látex se le pegaba a la cara. Otro trueno volvió a rugir, y notó que la polla se le encogía lentamente bajo los calzoncillos.

Se suponía que hacía horas que ella tenía que haber vuelto a casa. Los miércoles por la noche llegaba a casa no más tarde de las once menos cuarto. Pero esa noche, precisamente esa entre todas, se retrasaba. Se mordió el labio inferior con fuerza, reabriendo el corte que se había hecho de un mordisco hacía una hora y saboreando la sangre salobre que le llenaba la boca. Se sobrepuso a la imperiosa necesidad de gritar.

¡Maldita y jodida zorra! No podía evitar sentirse defraudado. ¡Se había excitado tanto, estremecido tanto contando los minutos! A las once menos cuarto tendría que haber pasado justo al lado de él, apenas a unos pasos de distancia, vestida con ceñidas prendas de deporte. Las luces se habrían encendido entonces y él se habría alzado, despacio, hasta la ventana. Ella habría dejado las cortinas descorridas a propósito, y él la habría mirado; la habría contemplado mientras ella se quitaba la sudada camiseta y se bajaba los ajustados shorts por los desnudos muslos; la habría observado mientras se disponía a meterse en la cama, ¡preparada para él!

Se había reído por lo bajo entre los matorrales, igual que un atolondrado colegial en su primera cita. «¿Hasta dónde llegaremos esta noche, querida? ¿Hasta la primera base? ¿Hasta la segunda? ¿Hasta el final?» Pero aquellos excitantes primeros minutos habían ido pasando, y allí seguía él, dos horas más tarde, tendido igual que un mendigo, con bichos asquerosos trepándole por todas partes, seguramente dejándole sus larvas en los huecos de las orejas. La expectación que lo había alimentado, que había dado alas a su imaginación, se había esfumado. Su decepción se fue tornando en ira, una ira que iba en aumento a medida que los minutos pasaban. Apretó los dientes con fuerza y dejó escapar un siseante suspiro. No señor, ya no estaba excitado. Ya no era presa del arrebato. Solo estaba mortalmente aburrido.

Se sentó en la oscuridad, mordiéndose el labio durante lo que le pareció otra hora, pero solo fueron unos minutos. Otro relámpago iluminó el cielo, y el trueno rugió con más intensidad. Supo que había llegado el momento de marcharse. Se quitó la máscara a regañadientes, recogió su bolsa de utensilios y salió de entre la vegetación. Sabía que habría una próxima vez.

Justo en ese momento, los faros de un coche barrieron la oscura calle, y él se apartó rápidamente de la acera y se ocultó tras el seto. Un veloz BMW plateado se detuvo ante el complejo, aparcando en doble fila a menos de diez metros de su escondrijo.

Los minutos se le antojaron horas; pero, al fin, la puerta del pasajero se abrió y asomaron un par de largas y apetitosas piernas y unos pies enfundados en unos zapatos de charol negro y tacón alto.

Al instante supo que era ella, y una inexplicable calma se apoderó de él.

Tenía que ser obra del destino.

Entonces, el payaso se hundió en la negrura del seto. A esperar.

Castigo
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