Capítulo 10

Marie Catherine Murphy llegó al apartamento IB y se dio cuenta, sencillamente, de que algo iba mal; sobre todo porque eran las nueve menos diez, había llegado tarde, era el día del examen de prácticas multiestado y Chloe no respondía a sus llamadas a la puerta. Y aunque no era infrecuente que Chloe se retrasara también, lo cual explicaba en parte por qué eran tan buenas amigas, al final siempre acababa apareciendo; eso sí, en pijama, con una gran excusa y dos enormes tazas de café recién hecho, así como con una caja de dulces Stella D'Oro para el desayuno. Hacía tres años que compartían coche para ir a Saint John, y Marie no recordaba ni una sola vez en que Chloe la hubiera dejado plantada por mucho que ella se hubiera retrasado al pasar a recogerla.

Una mujer mayor le había abierto la puerta a través del telefonillo, y Marie llevaba cinco minutos llamando al timbre de su amiga. Sabía que Chloe y Michael habían salido la noche anterior, y al principio había supuesto que él se habría quedado a pasar la noche y que ambos se habrían dormido. Aquella idea la había hecho dudar y rezó para que Michael no le abriera la puerta en calzoncillos. Con café o sin él, Marie no necesitaba semejante espectáculo. Sin embargo, habían transcurrido cinco minutos y seguía sin obtener respuesta a sus llamadas al timbre. Se estaba inquietando por momentos. Intentó atisbar por la rendija del correo, pero descubrió que la habían tapado con algo por dentro.

Salió al exterior y encendió un cigarrillo. Vio que el extraño vecino de Chloe la contemplaba tras su ventana, más arriba, con su sempiterna taza en la mano, medio desnudo, desde luego. Con aquellas gruesas gafas y su extraña mueca resultaba de lo más inquietante. Un escalofrío la estremeció. Se dio cuenta de que las cortinas de la parte de delante del apartamento de Chloe estaban echadas y también las del dormitorio. El coche no se hallaba en su plaza, y el BMW de Michael no se veía por ninguna parte.

«No te asustes. Estoy segura de que no pasa nada.»

Caminó hasta el otro lado del edificio de ladrillo, hacia donde estaba la ventana de la cocina. Se encontraba cerrada, pero las cortinas estaban descorridas. A un metro setenta, el alféizar todavía la sobrepasaba veinte centímetros. Suspiró. Aquella tarde tenía que ir a trabajar y se había puesto falda y tacones altos. Dejó el bolso en el suelo y se maldijo por no haberse vestido con chándal y zapatillas. Aplastó el cigarrillo y trepó al murete de ladrillo que corría adyacente a la ventana de la cocina y enmarcaba los escalones que conducían al sótano del edificio. Apoyándose en un cubo de basura izó su fornido cuerpo hasta el marco de la ventana y, sujetándose al alféizar tanto para no caer como para mantener el equilibrio, atisbo dentro. Delante de ella, en la mesa de la cocina, estaba Pete en su jaula cubierta por un trapo. A su izquierda se veía una pila de platos en el fregadero. La puerta estaba abierta, y vio que en el salón, al fondo del pasillo, la mesa de centro estaba cubierta de periódicos. Marie se sintió inmediatamente aliviada. Si el apartamento hubiera estado limpio, ella habría sabido que algo iba mal. Sin embargo, ofrecía todo el aspecto de que Chloe había pasado la noche fuera.

«Seguramente se ha quedado en casa de Michael y se ha olvidado de avisarme. Él la habrá dejado en clase esta mañana con una taza de café de Dunkin' Donuts y un bollo de crema, y en estos momentos Chloe estará aprendiendo los trucos para convertirse en abogada mientras yo estoy aquí, con mi gordo culo al viento, mirando por la ventana de su cocina como una boba.»

Empezó a sentirse molesta. Además, iba a llegar tarde a la prueba práctica. Se disponía a bajar de su precario asidero cuando un pensamiento le cruzó por la mente: si Chloe no había pasado la noche en casa, ¿quién había tapado la jaula de Pete? Se detuvo, inquieta por algo que había creído ver en el suelo del pasillo, justo fuera de la cocina. Algo en su subconsciente la obligó a dar media vuelta para echar otro vistazo. Se estiró de nuevo, pegó la cara al cristal, hizo pantalla con las manos y aguzó la vista todo lo posible.

Tardó varios segundos en reconocer que las oscuras manchas que divisaba eran, en realidad, huellas de pies. Y aún tardó unos segundos más en comprender que parecían ser de sangre.

Fue entonces cuando Marie Catherine Murphy se cayó de lo alto del cubo de basura y empezó a gritar.

Castigo
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