Capítulo 51
– No tengo nada que decirle.
– Por favor, por favor, concédame un instante. Lo siento. No sabía que iba a salir así, que diría esas cosas espantosas. -Lourdes corría tras C. J., intentando que ella la mirara-. Cejota, por favor, escúcheme.
– A ver, déjeme que lo adivine -le espetó C. J., manteniendo el paso-, usted tira de algunos hilos y consigue los informes de la policía de Nueva York. Luego le entrega una pistola cargada a un chiflado y se sorprende cuando el tío dispara y mata a alguien, ¿no? ¡Por favor, Lourdes, déjeme en paz!
– Bantling conocía detalles que los informes confirmaban, Cejota. Solo le dejé leerlos después del hecho.
– Escuche, Lourdes, fui agredida hace doce años. Bantling ha tenido doce años para leer esos informes antes de que usted fuera tan amable de procurarle una copia para él sólito. No sea tan ingenua.
– Cejota, la verdad es que lamento cómo han salido las cosas y el modo en que se ha manejado este asunto. Sé que debe de ser doloroso para usted.
C. J. se detuvo y se encaró con Lourdes Rubio, lanzándole una mirada que habría podido helar el infierno. La voz le temblaba.
– Usted no tiene ni idea. Ni siquiera alcanza a imaginarlo. Piense en lo que supone despertarse en plena noche con las manos atadas a la cabecera de la cama y encontrarse encima un demente con una careta que empieza a hacerle jirones la piel con un cuchillo de sierra.
Lourdes cerró los ojos y apartó la vista.
– ¿Le molesta escuchar estas cosas, Lourdes? -Las palabras de C. J. eran un siseo cargado de desprecio, y se las escupía con toda malignidad-. ¿Sabe?, en sí misma, la palabra violación suena tan limpia, tan aséptica… De acuerdo, te han violado, ¿y qué? Eso es lo que le ocurre a una de cada cuatro mujeres en los campus universitarios de todo el país, así que será mejor superarlo. Pero lo cierto es que hay mucho más de lo que parece, como cuatro horas de tortura, de ser violada una y otra vez, con un pene, una botella, una percha; de retorcerse bajo un hombre decidido a procurarse placer abriéndote la piel a cuchilladas y disfrutando al ver brotar la sangre; de gritar tanto en tu mente que llegas a creer que te estallará de dolor y miedo. Quizá no se haya leído realmente los informes que pidió para su cliente, porque de haberlo hecho sabría que el hombre que me violó no se limitó a dejarme hecha trizas, sino que me convirtió en estéril para toda la vida, me dejó hecha un monstruo cuando se encienden las luces. Me abandonó para que muriera en unas sábanas empapadas de mi propia sangre. ¿Y a usted se le ocurrió que podría venir y lanzarme su acusación y que no resultaría dolorosa, ni por completo devastadora? ¿De verdad creyó que podría hacer algo así? ¿Quién le dio ese derecho?
– Se trata de mi cliente, Cejota, y se enfrenta a la pena capital. -La voz de Lourdes Rubio era un apagado murmullo que suplicaba una compasión que no iba a encontrar.
– Sí, y entonces su cliente le dice que es un monstruo. Le cuenta que hace doce años violó sádicamente a una mujer, y ocurre que esa mujer es la fiscal que lo va a procesar por haber violado, torturado y asesinado a once mujeres más. ¡Qué oportuno! Y usted, sin reparar en las consecuencias, formula esa acusación a la mujer que le consta que ha sido violada, y lo hace ¡en su presencia! Bien, no tengo ni idea de cómo su cliente se enteró de mi agresión, de verdad que no; pero le diré algo: mi conciencia está limpia. Y si por alguna razón ese hombre sale libre algún día y viola, tortura y asesina a cualquier mujer inocente, cosa que acabará haciendo inevitablemente si se le presenta la oportunidad, yo podré enfrentarme con la familia de esa mujer y decirles: «Lamento vuestra pérdida».Yo podré vivir con eso, pero ¿y usted, Lourdes?
Lourdes Rubio guardó silencio. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
– Ahora haga por su cliente lo que estime que ha de hacer, que yo haré lo que sé que es lo correcto. Tengo una reunión.
Con esas palabras, C. J. dio media vuelta y cruzó la calle Trece, dejando a Lourdes Rubio llorando en la acera, delante de la cárcel del condado de Dade.