Capítulo 6

Se incorporó de golpe en la cama. Un pegajoso escalofrío le recorrió el brazo hasta la nuca y le puso los pelos de punta. De inmediato pensó en Marvin. Contempló el techo, incómoda, como si las paredes tuvieran ojos, y se tapó hasta el cuello con las sábanas.

Marvin era el extraño vecino del piso de arriba, justo encima de ella. Desempleado y siempre recluido, llevaba en el edificio desde mucho antes de la llegada de Chloe. A ella le resultaba un tipo de lo más raro, y los vecinos sabían que lo era. Todas las mañanas, desde la ventana de su sala de estar, montaba guardia sobre el patio con la bata a cuadros abierta, el cinturón colgando inerme, su peluda panza de hombre de mediana edad al aire y, oculto tras el alféizar, solo lo que Dios sabía. Gracias a Dios por el alféizar. Su mofletudo y arrugado rostro lucía siempre una barba gris de tres días, y ante sus ojos, demasiado juntos, llevaba unas gafas de montura de plástico. En una mano sostenía invariablemente una taza de café, y en la otra… Bueno, Chloe no quería pensar en ello.

El rumor que corría en la lavandería del edificio decía que Marvin era emocionalmente inestable y que vivía de la caridad del Estado y gracias a la ayuda de su anciana madre. A su espalda, los vecinos lo llamaban Norman

[*] y especulaban con lo que podía haberle pasado a su madre, a la que hacía bastante tiempo que nadie veía. Chloe había tenido siempre a Marvin por un tipo raro pero inofensivo. A veces lo había visto en el descansillo o en el vestíbulo. En esas ocasiones, él nunca había sonreído, sino que había mascullado algo ininteligible al pasar ella por su lado.

Sin embargo, dos meses atrás, había cometido el error de saludarlo con la mano mientras él estaba en su atalaya y ella se dirigía a buscar el coche. Esa noche lo encontró esperándola en el recibidor de la entrada con su correo en la mano. Marvin le sonrió con una torcida mueca que reveló una hilera de pequeños dientes amarillos y farfulló algo acerca del lío que se había hecho el cartero, «mezclando las cartas», antes de arrastrar los pies escalera arriba, para seguir espiando desde los dominios de su sala de estar.

Después de aquello, el inepto cartero había confundido las cartas al menos en tres ocasiones más, y Marvin empezó a cultivar la afición de regar las plantas del vestíbulo oportunamente siempre que Chloe regresaba de clase. Todas las mañanas, al salir, ella notaba que Marvin le clavaba la mirada en la espalda desde el observatorio del salón. Luego, volvía a encontrárselo en el vestíbulo por la noche, con su cabeza de huevo oscilando como las baratijas de adorno de un coche, y notaba que sus ojos la recorrían de arriba abajo.

Hacía dos semanas que había empezado a recibir extrañas llamadas, en las que el comunicante colgaba tan pronto como ella se ponía al aparato; luego, cuando devolvía el auricular a su sitio, el techo crujía, como si Marvin deambulara de un lado a otro. Quizá el del mensaje de esa noche en el contestador había sido él, que por fin había tenido las pelotas necesarias para hablar.

El día antes, Chloe había dejado la ropa dando vueltas en la secadora y había regresado al apartamento en busca de más monedas, y al volver se había cruzado en el vestíbulo con Marvin, que, como de costumbre, fingía regar las plantas. Al regresar con la colada descubrió que le faltaban dos prendas interiores.

Y en ese momento era su correo el que había sido abierto y sustraído. La idea de Marvin acariciando sus bragas y leyendo sus cartas mientras su gordo cuerpo se regodeaba en la cama del piso de arriba le provocó náuseas. Iba a tener que buscarse un nuevo apartamento tan pronto acabara con el examen, cosa que en Nueva York no resultaba fácil. No podía seguir viviendo debajo de aquel tarado. Hasta esa noche no había pensado en mudarse a casa de Michael, pero…

Demasiados pensamientos se le agolpaban en la cabeza. ¿Y si se tomaba otro Tylenol? Se levantó y caminó descalza para comprobar la puerta principal. Se asomó a la mirilla, casi esperando ver al gordo Marvin en cuclillas y medio desnudo ante su puerta, con una taza de café en una mano y una planta en la otra. No había nadie. Todo estaba oscuro.

Se aseguró de haber cerrado bien la puerta y puso un tira de cinta adhesiva en la parte interior de la ranura del correo para que los gordos dedos de Marvin no pudieran forzarlo y permitir que sus fisgones ojos se introdujeran en el apartamento. Al día siguiente se ocuparía de sellar la abertura y organizar las cosas para recoger sus cartas directamente en la oficina de correos.

Volvió al frescor de su cuarto y cerró la puerta del dormitorio. Echó una rápida ojeada al cielo raso para asegurarse de que Marvin no se hubiera aficionado de repente a la carpintería. Al no encontrar agujeros ni nada sospechoso, se quedó viendo un rato la televisión, hasta que el dolor de cabeza empezó a remitir. Fuera, restalló un trueno y las luces parpadearon. La tormenta parecía de las fuertes. Era posible que esa noche se quedara sin electricidad. Apagó el televisor y las luces y se metió en la cama, escuchando el repiqueteo de la lluvia contra los cristales y el aparato de aire acondicionado. Era un suave golpeteo, pero Chloe sabía que los cielos no tardarían en descargar con fuerza. «Bien -pensó-, quizá refresque un poco el ambiente. La reciente ola de calor resultaba asfixiante.»

Física y mentalmente agotada, cayó por fin en un profundo sueño. Se hallaba en mitad de una extraña y complicada ensoñación acerca de su examen para el Colegio de Abogados cuando oyó directamente encima de ella el sonido de una voz ronca y apagada.

– Hola, Caramelito. ¿Qué tal se las arregla mi niña en la gran ciudad? ¿Te apetece un poco de diversión?

Castigo
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