Capítulo 31

El doctor Chambers dio un respingo. Luego dejó escapar el aliento que había estado conteniendo y dijo en tono tranquilo:

– ¿Qué la hace pensar que lo sea?

Como psiquiatra, su labor consistía en tomarse las cosas con calma.

– Su voz en el tribunal. Reconocí la voz desde el momento en que empezó a gritar al juez Katz. -Aunque intentaba contenerse, no podía dejar de sollozar.

Chambers tendió la mano hacia los pañuelos de papel y cogió toda la caja.

– Vamos, vamos… Tenga un pañuelo. -Se recostó en la butaca pellizcándose el mentón-. ¿Está segura, Cejota?

– Sí. No me cabe duda. Uno no puede pasarse doce años escuchando una voz en su mente y no reconocerla cuando la oye en un tribunal. Además, le vi la cicatriz.

– ¿La del brazo?

– Sí, justo por encima de la muñeca, mientras agarraba a Lourdes Rubio. -C. J. por fin lo miró, y sus ojos estaban llenos de lágrimas y desespero-. Es él. Lo sé. Lo que no sé es lo que debo hacer.

Chambers se quedó sentado y pensativo un largo momento, y ella aprovechó la pausa para recobrar la compostura.

– Bien, si se trata de él -dijo el médico al fin-, se puede considerar una buena noticia. Por fin sabe quién es y dónde está y en cierto sentido puede darle carpetazo después de tantos años. Estoy seguro de que un juicio en Nueva York resultará duro, pero…

– No habrá ningún juicio en nueva York -lo interrumpió ella de golpe.

– Vamos, Cejota, con lo que ha tenido que sufrir todos estos años ¿y no está dispuesta a testificar contra ese hombre? No hay razón de la que avergonzarse, ni motivo para seguir ocultándose. A lo largo de su carrera se ha enfrentado a suficientes testigos recalcitrantes para saber que…

C. J. meneó la cabeza.

– No es eso. Yo testificaría. De verdad. No lo pensaría dos veces, pero no habrá juicio porque el caso está afectado por el régimen de prescripciones. Hace siete años que ha prescrito. ¿Lo entiende ahora? Bantling no puede ser juzgado por haberme violado, por haber intentado matarme, por… por haber hecho una carnicería conmigo. -Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se protegía con ellos el abdomen-. Pase lo que pase, no será juzgado por lo mío.

El doctor Chambers permaneció sentado, muy quieto, unos segundos. Luego dejó escapar un suspiro.

– ¿Está segura, Cejota? ¿Ha hablado con las autoridades de Nueva York?

– De los dos detectives que llevaron mi caso, uno está jubilado y el otro ha muerto. El expediente ha ido a parar al Departamento de Casos Archivados. Nunca se encontró a ningún sospechoso ni se produjo ninguna detención.

– Entonces, ¿cómo sabe que no puede seguir adelante?

– Porque hablé con la oficina del fiscal de Queens, con el departamento de extradiciones, y me lo dijo uno de los ayudantes. Tendría que haberme acordado del régimen de prescripciones, pero… no lo hice. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que cuando lo detuvieran no habría nada que yo pudiera hacer, nada…

Las lágrimas le brotaron de nuevo.

Un largo silencio cayó sobre la consulta. Por primera vez en los diez años que hacía que ella lo conocía, el doctor Chambers se había quedado sin palabras.

– Saldremos de esta, CeJota. Todo irá bien. ¿Qué quiere hacer?

– ¡Ese es mi problema, que no lo sé! ¿Me pregunta qué es lo que deseo? ¡Deseo que ese hijo de puta sea ejecutado! Deseo mandarlo a la silla eléctrica, y no solo por mí, sino también por las once mujeres a las que ha matado y las incontables víctimas que sin duda arrastra tras de sí. Y también quiero ser yo la que lo siente en la silla. ¿Hay algo malo en ello?

– No -repuso el doctor Chambers-. No hay nada malo. Es solo un sentimiento, un sentimiento justificado.

– Si pudiera, lo enviaría a Nueva York, le contaría a todo el mundo de allí lo hijo de puta que es y después haría que lo encerraran. Lo miraría a los ojos y le diría: «Jódete, cabrón. No has podido conmigo. Saluda a tus nuevos compañeros para los próximos veinte años porque ¡este será el lugar donde te vas a pudrir!». -Miró al psiquiatra con ojos que suplicaban una respuesta-. Pero ya no puedo hacerlo. No puedo hacer lo que llevo doce años esperando. Hasta eso me ha quitado. Hasta eso…

– Bueno, Cejota, todavía está el asunto Cupido. Puede ser condenado a muerte por el asesinato de esas mujeres, ¿no? No parece que vaya a salir libre de esta.

– Sí, pero ahí está mi problema. Sé que no puedo encausarlo; pero, si se lo digo a Tigler, todo el departamento quedará incapacitado y le acabarán dando el caso a algún novato de Ocala recién salido de la universidad, que se enfrentará a su primer caso de homicidio. Y yo tendré que quedarme al margen, mientras alguien lo estropea todo por alguna razón y ese cabronazo sale libre.

«Pierda cuidado, Chloe, seguimos investigando intensamente. Esperamos tener pronto a alguien en el punto de mira. Le agradecemos su constante cooperación.»

– Tiene que haber alguna solución. Quizá Tigler pueda conseguir que el caso vaya a parar al decimoquinto o al decimoséptimo.

El decimoquinto distrito judicial correspondía a Palm Beach, y el decimoséptimo, a Broward.

– Tigler no tiene voz en esto. Va por sorteo, y no estoy dispuesta a correr el riesgo. No lo estoy. Ya sabe lo complicados que son los casos de los asesinos compulsivos, especialmente con diez cadáveres de por medio y ninguna confesión ni testimonio inculpatorio. Además, solo lo tenemos pillado por una muerte. Ni siquiera ha sido acusado de las otras diez. Es fácil cometer un error. Demasiado fácil.

– Eso lo entiendo, pero la que me preocupa es usted. Y mucho. Sé que es fuerte. Seguramente la mujer más fuerte que he conocido, pero nadie, al margen de su fortaleza de carácter o de la firmeza de sus convicciones, debería encausar a la persona que ha sido su brutal agresor. Creo que la cuestión está en que usted no quiere soltar el caso.

– Puede que no, hasta que se me ofrezca una alternativa viable. Una en la que pueda confiar.

– ¿Y qué tal pasar el caso a otro fiscal de su misma oficina? ¿Qué tal Rose Harris? Es buena, y aún mejor con los casos de ADN y los testigos expertos.

– ¿Cómo se lo paso a otro fiscal sin que todos se vuelvan locos?, especialmente a estas alturas del caso. Dígamelo. Todos saben cuánto deseaba este caso. ¡Mierda! Llevo trabajando un año en él. He visto cada uno de los amoratados cadáveres y examinado todas las fotos del forense, me he entrevistado con todas las familias, he leído todos los informes del laboratorio y he escrito prácticamente todas las solicitudes para las órdenes judiciales. ¡Conozco este caso! ¿Cómo puedo decir en la oficina del fiscal y a la prensa que no lo quiero? Todo el mundo sabe que no voy a dejarlo, a menos que me diagnostiquen una enfermedad incurable. Y ni siquiera en ese caso.

»Así pues, ya pueden reunir todos los "por qué", los "¿y eso?" y los "¿qué ha pasado?". Porque la prensa empezará a hacerse preguntas y a investigar y a investigar hasta que encuentre algo, cualquier cosa. Entonces, alguien se enterará de la violación, y ahí surgirá el conflicto que nunca tendría que haberse descubierto, y yo tendré que contemplar cómo el pardillo de Ocala se hace cargo de mi violador, de mi asesino, tendré que ver cómo la pifia y cómo Bantling se larga de rositas. Pero es que además tendré que verlo desde la tele de mi casa porque me habrán expulsado de la abogacía. Así que, doctor Chambers, dígame cómo puedo hacerlo y lo haré; pero solo si tengo la seguridad de que ese tío va a ser condenado, de que va a pagar por todo lo que ha hecho. Por desgracia, nadie puede darme esa seguridad, nadie. Por lo tanto, si este caso se va a ir al garete, al menos que sea yo la responsable. Yo y nadie más.

– ¿Qué está diciendo, Cejota? -Ella se dio cuenta de que el médico medía sus palabras mientras pensaba la siguiente pregunta-. Se lo volveré a plantear: ¿qué quiere hacer?

Ella calló unos minutos.

«Tictac. Tictac. Sigue sonando el reloj.»

Sus palabras sonaron firmes, deliberadas, como si se le acabara de ocurrir una idea y la estuviera poniendo a prueba, pero le gustara cómo sonaba:

– Tengo que acusarlo formalmente en un plazo de veintiún días o, de lo contrario, presentar una relación jurada de cargos en el mismo plazo. En cualquiera de los dos casos, hay que llamar a los testigos para que declaren, hay que recopilar todos los informes y reunir toda la información… -Se detuvo. Luego, su tono se hizo más decidido-: Creo que es demasiado tarde para cambiar de bateador ahora. Tengo que acabar mi turno. Así pues, me parece que al menos debo presentar la acusación. Luego, es posible que pida la participación de alguien más, quizá de Rose Harris, para que lleve el juicio conmigo. Si todo va bien, le entregaré discretamente las riendas y me pondré misteriosamente enferma cuando crea que puede manejarlo, cuando esté segura de que es capaz de sacarlo adelante y de que hará lo correcto.

– ¿Y qué hay del conflicto de intereses de la oficina del fiscal en este caso?

– Bantling estaba tan ocupado intentando salvar el pellejo en el tribunal que ni siquiera sé si me reconoció. Teniendo en cuenta todo lo que me hizo, resulta irónico que ni siquiera llegara a mirarme. Lo más probable es que se haya tirado a tantas mujeres que al final haya perdido la cuenta. No creo que para él sigan teniendo un rostro. Y Dios sabe que mi aspecto ya no es el de antes. -Sonrió con amargura y se recogió el pelo tras las orejas-. Solo yo sé lo que hizo. Y si eso se descubre más adelante, siempre podré decir que no estaba segura de que fuera él. Que no lo sabía. De todas maneras no puede ser juzgado en Nueva York, así que no es como si estuviera sacrificando mi propio caso diciendo que no puedo identificarlo. Sea como sea, no tengo caso que plantear en Nueva York.

– Cejota, esto no es ningún juego. Aparte de los obvios problemas éticos que plantea, ¿de verdad cree que va a poder llevar el enjuiciamiento de ese individuo, escuchar los testimonios de lo que hizo a esas mujeres sabiendo lo que le hizo a usted, reviviéndolo día tras día en cada macabra descripción, en cada fotografía? -Chambers meneó la cabeza.

– Sé de sobra lo que les ha hecho a esas mujeres, lo he visto. Y sí, me consta que va a ser duro y que ignoro cómo lo sobrellevaré, pero al menos sabré que estoy haciendo lo correcto. Sabré dónde se halla a cada minuto del día.

– ¿Y qué hay de su licencia de abogado si oculta este conflicto al tribunal?

– Solo yo sé que existe ese conflicto. Y nadie puede demostrar siquiera que yo supiera que existía. Para eso yo tendría que admitir que desde el principio sabía que Bantling era mi agresor, y puedo vivir perfectamente con esa mentira. -Hizo una pausa y pensó en otro aspecto que tendría que haber tenido en cuenta-. Perdón, doctor Chambers, no sé si esto lo pone a usted en una posición comprometida. ¿Está obligado a informar, o algo así?

Como médico, tenía la obligación de informar a la policía de cualquier intención homicida que sus pacientes pudieran tener.

Cualquier otra cosa que pudiera decirse durante una consulta se consideraba confidencial. La negativa de C. J. a revelar el conflicto podía constituir una violación del código ético que todo abogado estaba obligado a respetar, pero no era un delito.

– No, Cejota. Lo que está considerando no es un crimen, y todo lo que se diga entre estas cuatro paredes quedará entre nosotros, naturalmente. Pero, personalmente, no me parece una buena idea, ni terapéuticamente para usted como paciente ni profesionalmente como abogada.

Ella meditó el comentario unos instantes.

– Necesito dotar a mi vida de una sensación de control, doctor Chambers. ¿No es eso lo que usted siempre me dice?

– Sí. Lo es.

– Bien. Pues ha llegado el momento. Ahora tengo el control. No algún fatigado detective de Nueva York. No un idiota de Ocala. No el payaso. No Cupido. -Hizo una nueva pausa. Cogió el bolso y se levantó para marcharse. En su voz, la furia había sustituido a la desesperación-. Soy yo la que tiene el control. Soy yo quien tiene el poder. Y no pienso permitir que esta vez ese hijo de puta me lo arrebate.

Acto seguido, dio media vuelta y dejó tras ella la cordura de la agradable consulta amarilla y azul, despidiéndose de Estelle con un silencioso ademán al pasar.

Castigo
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