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Se me abrió la tierra cuando no encontré la maleta en su lugar. Las macetas estaban movidas y el plástico negro revoloteando a medio patio. Entré a casa. Las cajas de las medicinas estaban apiladas sobre la mesa y la valija arrumbada en un sillón. Mi mamá clavándome los ojos como dos navajas. El Pandeado, como siempre, en el sofá; tenía en las manos un tazón de leche con cereal, y una misión imposible, la de alzar la cuchara y llevársela a la boca.
Intenté hacerme el digno. Fui por el equipaje decomisado por mi madre y comencé a guardar las cajas.
—Esto no es mío, tengo que devolverlo —dije con falsa dignidad.
—¡No te hagas pendejo, Yago! ¡Lo sabemos todo! Vino Herodes hace un rato a buscarte. Le pregunté sobre su tío y las demoliciones, y tu papel en eso. Se puso nervioso y terminó por decirnos en qué andas… ¡Vendes drogas, cabrón!
—No son drogas, son medicinas.
—¡Te digo que ya Herodes nos dio detalles!
Esbocé una sonrisa. No contra ella sino al pensar que, de pronto, alguien como Herodes podía tener toda la credibilidad del mundo. Mi sonrisa la desquició. Vino y me dio una bofetada, después volvió a escupir miles de reproches, hasta que una voz la interrumpió diciendo:
—¡Déjalo en paz, chingao!
Volteamos a mirar al tipo, asombrados, estupefactos.
—¡Se está ganando la vida! ¡Ya es un hombre! ¡Déjalo ser un maldito hombre! —aulló el Pandeado.
Ni mi madre ni yo pudimos decir nada. Ese tipo, que nunca había dado un clavo por mí, acababa de defenderme.
Guardé las cajas de medicinas ante mi madre, impotente, desconcertada, y el gesto de aprobación del Pandeado.
Cuando crucé la puerta, me sentí un hombre libre.