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Una noche llovió a rabiar. Perros y gatos, como dicen los gringos. Nunca aprecié más la lluvia. Nunca sabes cuándo verás tu última tormenta. Claro que me estaba poniendo fatalista, ¿y quién no? Salí a la calle en cuanto oí el golpeteo de las gotas en la ventana. No me mojé por completo. Corrí a guarecerme bajo una cornisa. Traía una cajetilla de cigarros en el pantalón. Rara vez fumo. A veces me compro la caja, fumo un par y tiro el resto o los regalo. El caso es que intentaba prender uno y otro y otro y no lo conseguía, el viento y la lluvia me los dejaba como fideos en la boca.

Ya no podía tener ninguna duda. El Pandeado me había visto en el callejón del Sapo. ¿Y si estás equivocado?, me dije. Después de todo, al cabrón siempre le ha gustado intimidarte. No evadas la realidad, Yago. Grandes hombres tuvieron por su perdición no dar oídos a sus consejeros, quienes les decían que su gente más cercana se los quería joder. Judas a Jesús, Bruto a Julio César, Pinochet a Allende, Yoko a Los Beatles.

De cualquier forma, ¿de qué me servía estar prevenido? No me imaginaba luchando con él para desarmarlo. Y no tenía suficiente dinero para poner tierra de distancia.

No conseguí lidiar solo con el problema. Fui a buscarla, ya saben a quién…

—Tú tranquilo, Yago. Voy a hablar con la banda —fue su consabida respuesta.

—¿Qué le va a hacer la banda? —No pude evitar quejarme; se trataba de mi vida y Yumi se la pasaba fantaseando—. ¿Cómo van a detenerlo? ¿Con un pelotón de ladillas?

No debí decirlo. Primero me miró herida, luego con indignación, y al final me sacudió por el cuello. Estábamos en su cuarto. Tenía fuerza; no sé de dónde con tanto trago. Consiguió montarse sobre mí en la cama y poner sus rodillas sobre mis manos. «¡Retráctate! ¡Retráctate!», comenzó a gritar y, francamente, me eché a reír, pues su «retráctate» me sonó a palabra de las que usan los niños en las películas viejas, niños de esas escuelas británicas con uniformes que parecen trajes de adulto. Pero Yumi se indignó peor y comenzó a arrearme bofetones. Intenté quitármela de encima moviendo la cadera para ver si la hacía saltar como a un jinete del caballo.

—¡No me cojas, pendejo! —exclamó.

—¡Bájate, cabrona!

—¡Retráctate primero!

—¡Me retracto! —aullé.

Me besó en la boca y se echó a mi lado respirando fuerte y revitalizada.

Callamos un rato. Me tocó la mano y dijo:

—Nadie se mete con mis amigos, Yago. Ese cabrón del Pandeado no vuelve a molestarte, te lo juro por mis muertos.

—Pues espero que tus muertos sean muchos.

—¿Qué?

—Lo digo para que te den fuerza.

—Pues sí, son muchos. Cientos. Tú confía en mí. Ahora vete a la chingada, no tarda en llegar mi novio…