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No lo pensé dos veces, al día siguiente me levanté temprano. Mi mamá quería saber a dónde iba. Le dije que a la prepa, pero fui frente a La Casa del Payaso Loco. Ahí estaba Chucho Lerma trapicheando como de costumbre. Discutía con un loco al que, también como de costumbre, le estaba tratando de pagar cualquier mierda por sus ansiolíticos. En cuanto aquel se fue, me dijo:

—Miren quién apareció. —Y se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja, salivosa ya se sabe.

Me preguntó cómo me habían tratado en el psiquiátrico. Le conté de las medicinas pero —como con Teté— omití lo de la freída de cerebro. No quería que ese malparido me tuviera compasión.

—Bienvenido —me dijo, señalando mi esquina habitual.

Volví a la rutina de esperar el coche negro sin placas. Y como lo normal era que no llegara, me hice al hábito de observar el comportamiento de los locos y sus actitudes a la hora de comprar o vender medicinas. Llegué a inventarme historias de sus vidas partiendo de sus expresiones, de si se veían tranquilos, angustiados, bien o mal vestidos. Esas vidas podían tener cualquier clase de anécdota, la del chico genio del que los padres se sienten orgullosos hasta que descubren que más bien es esquizofrénico, la de la mujer que tortura a su familia con sus intentos suicidas, la del tipo que no aguantó las deudas y terminó catatónico, en fin, cualquier historia, todas trágicas. Y ahora todos prisioneros de los fármacos y de la voluntad de un Chucho Lerma.

En casa decía que iba a la biblioteca donde estudiaba a pecho partido para los exámenes de recuperación. Mi mamá no me hacía preguntas, tenía bastante con atender a su hombre, a quién, prácticamente, le daba de comer en la boca. El Pandeado procuraba no hablar frente a mí, pues su voz salía deforme y supongo que le daba vergüenza. Incluso, esa arrogancia de siempre se había apagado. Llegué a compadecerlo. De aquel fanfarrón perdonavidas no quedaba ni la sombra. Nada del fulano que se miraba al espejo luciendo su traje de mariachi. A veces se venía a pique. De noche, mientras Teté y yo dormíamos, lo oía discutir con mamá, escuchaba su voz deforme quejarse, lloriquear; por el modo en que ella le hablaba, creo que trataba de animarlo y hasta terminaban rezando juntos.

De día, el tipo estaba fuera de combate, roncando como un tren, y era cuando mi mamá aprovechaba para decirme cuánto le preocupaba su fulano; según esto Martín echaba de menos ser mariachi. Mamá le decía que tuviera paciencia; ese terapeuta que venía los jueves le decía lo mismo: «Muy bien, ahí la lleva, don Martín. Mire, ya mueve más los dedos. Hace una semana no podía y mire ahora».

Pero si en algo estábamos por primera vez de acuerdo el Pandeado y yo es en que no parecía progresar en lo absoluto, y que más bien se veía hecho una mierda, un despojo humano. Una carroña.

Mamá me pedía, encarecidamente, que procurara acercarme a él, de hijo a padre. «Siéntate a su lado, coméntale sobre lo que esté viendo en la tele, agárrate de ahí para sacarle conversación y hazle ver lo mucho que lo quieres».

Yo le respondía que sí, pero no cuando. Ya bastante preocupación tenía con Teté. No es que me gustara o no su idea del aborto, sólo que estaba dejando correr el tiempo, peligrosamente. Y cuando intentaba decirle algo al respecto se salía de madre. Comenzaba a darse ínfulas sólo porque ya trapeaba pisos en un súper y de vez en cuando traía la despensa a casa.