26
Realmente te sientes basura cuando te das cuenta que no eres capaz de conseguir un puñado de billetes. No pides comprarte un Rolls Royce. Ni siquiera una computadora de segunda mano. Sólo unos cuantos billetes que completen un viaje familiar al Acapulco de los pobres. Justo la satisfacción de meter la mano al bolsillo y decir: «Estos refrescos van por mi cuenta».
Pensé pedir un préstamo. Olvídense de los bancos, claro está. Los bancos sólo te prestan si ven que te pueden sacar el corazón cuanto no tengas con qué solventar tu deuda. Todo sin dejar de sonreírte y llamarte señor tal. Señor tal —sonrisa dulce—, ¿no tiene para pagar?, no se preocupe, pase por aquí y empínese contra ese escritorio.
¿Qué tal si pedía una pequeña ayuda de mis amigos? Seamos sinceros. Mis amigos no tenían dinero. En todo caso, lo tenía el tío del Abono y el tío de Herodes. Pero sólo siendo cínico —y a la vez idiota— podía creer que ese par pedirían dinero a sus tíos para mí, para Yago Martínez, el que hablaba de matar presidentes y no tenía en dónde caerse muerto. Tendría que inventarme algo muy cabrón, como que mi vida corría peligro… ¿Un secuestro? Es más fácil inventar que ves espíritus en la funeraria a que se crean que alguien raptó a Yago Martínez.
Una persona que con gusto me prestaría sería Yumi, pero no más de trescientos pesos. Y aunque nadie lo crea, me daba pudor pedírselos, sabiendo que eran producto del sudor de su frente y de otras partes de su cuerpo. Peor de idiota me sentí mientras limpiaba el edificio. Se supone que por quitar la mierda deberían darme un salario, pero la realidad es que incluso siendo portero —un día encontré en un cajón los recibos de pago de Herodes—, sólo me alcanzaría para la comida, pasajes y una puta tanda de tamarindos enchilados de los que venden en la estación de autobuses en Acapulco.
Me deprimí como esas divas que ya no pueden hacerse más operaciones en la cara, porque la piel se les ha vuelto de chicle. Pobre de mí.
Fui a chingarme unas cervezas con Herodes a un tugurio de padrotes y putas viejas. Las pagó de su bolsillo y me dijo que yo nunca conseguiría levantar la cabeza hasta que aceptara el sentido de la vida. Eso sí tenía su gracia. Ese cabrón no era capaz de agarrar un libro (aunque don Bebo fuera autodidacta) pero me habló del sentido de la vida. Según él, ese sentido sucede cuando aceptas la realidad, sea cual sea. No se trata de conseguir la mejor posición en el espectáculo, sino de mantener la que te tocó en suerte. Mantenerla por muy insoportable que te parezca. Conservarla aun así estés en medio de una guerra. Me puso el ejemplo de gente a la que le faltan ambos brazos. «¿Por qué no se suicidan?», preguntó. «Obvio», respondí. «Porque no pueden apuntarse con una pistola…». «No seas idiota, Yago», reviró. «Podrían tirarse a las vías del metro. Si no lo hacen es porque entendieron el sentido de la vida. Como que tendrán que limpiarse el culo de otra manera, que no podrán abrazar a sus seres queridos y muchas cosas que nadie sabe a menos que estén en sus zapatos. Algunos hasta logran ser felices. ¿Por qué? Porque aceptaron las cosas como son…». «Carajo», le dije, «pero alguna vez uno revienta».
No me lo negó.
Le reclamé que me estaba explotando como un cerdo capitalista y dijo que yo había aceptado empinar el culo. Lo amenacé con decirles a los del edificio que le daban ataques de epilepsia por drogo. No esperé que su reacción fuera favorable. De hecho, se lo dije casi como una broma.
Fuimos a casa de su tío, me llevó a un cuarto donde Roger guardaba cachivaches y me regaló una televisión ochentera. La llevé al Monte de Piedad y conseguí que me dieran mil pesos. Cuando se los di a mi mamá esperaba una retahíla de todo lo fracasado que soy, pero casi me hace saltar las lágrimas cuando me abrazó y me dijo: «Bien hecho, Yago. Ya tenemos para comer en un restaurante fino el último día que estemos en Acapulco. Y va por tu cuenta, señor».
Casi me hace llorar, en serio.
—Y otra cosa, Yago. —Me señaló los zapatos—. Qué buen gusto tienes.
Eran los papos del muerto.