14
Llegué a casa convencido de que mis tiliches estarían empacados. Pero encontré a mi madre y su charro a la mesa, donde había una pistola. Nunca te imaginas tener algo así en tu propia casa por mucho que las veas en la tele o en el cine. Una pistola de esas que tienen el cañón corto y tambor giratorio al estilo viejo oeste.
—Estuve trabajando —dije, sin poder dejar de mirar el arma—. Llego tarde porque…
—Ya, ya. Nos habló don Enrique —dijo mamá sin reparar en mí.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
Me encogí de hombros. No quise revivir el tema de la puta calle.
—¿Cómo ves, Juanita? —dijo el Pandeado, mirando la pistola.
—No sé, papi rey. —Mi mamá se rascó la cabeza—. ¿Eso valdrá?
—Y hasta más, pero seguro él se la robó, así que bien podría darme mejor precio.
—Pues díselo, papi, tú sabes, yo qué te puedo decir, yo de armas no sé nada…
—Le voy a ofrecer setecientos. —El Pandeado levantó la pistola, le dio un tirón haciendo un ruido como de ruleta. Apuntó en todas direcciones, incluyéndome. Se me secó la boca.
—¿Y estás seguro que la quieres, papi? —Mi mamá parecía tener sus dudas; no era para menos—. Dicen que las armas las carga el diablo, papi rey.
—Y a nosotros nos va a cargar la chingada si se nos meten a robar los drogadictos del barrio. No, Juana. —Esto lo dijo mirándome fijamente—. Uno nunca sabe a qué pendejo tienes que plomear porque se pasó de listo…
—Pues eso sí, papi amor.
—Claro que sí, Juanita.
—¿Y tú qué, Yago? —me preguntó mi madre, displicente—. ¿Cuánto ganaste en la funeraria?
Saqué los cuatro billetes de cien pesos y se los mostré.
—Es sueldo por día —aclaré al verla torcer la boca.
—¿Tanto éxito tiene la funeraria o matan gente para que no les falten clientes? —preguntó el Pandeado.
—Capaz que sí. —Rió mi mamá—. Que matan gente y luego cobran por el sepelio.
—¡Pum! ¡Pum! —El Pandeado fingió disparar—. ¡Los enfrían!
Me jodía cuando se ponían en plan Matraquín y Matracón.
Dejaron de reír y volvieron a mirarme, interrogantes.
—También haré papeleo, trámites, ventas, todo bajo comisiones, aparte del sueldo.
—¿Comisiones de cuánto? —interrogó mi mamá.
—Diez por ciento por cada tumba que venda.
—¿Tumba? ¿No son ataúdes?
—Eso quise decir.
—Bueno ya —remató mi mamá—. Vete a bañar, apestas a muerto.