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Durante algunos días no volvieron a chingarme. Sólo una vez mi madre estiró la mano y me dijo que ya era hora de que cooperara con los gastos de la casa. Le dije que debía pagarle el traje al Abono y por lo tanto no podía aportar gran cosa. Le di cien pesos. Los aceptó, no sin antes decirme que una cosa le hacía feliz de mí, que no pretendiera tener familia.

Comencé con la estrategia de llegar con bolsas del súper para que mi aportación fuera en especie, casi siempre papel de baño y cajas de galletas porque abultan mucho.

Pero vaya mierda que me estaba resultando la funeraria. En quince días fui a cinco entierros. Digamos que al segundo ya le había agarrado el modo y comencé a ser bastante indiferente con el dolor ajeno, pero al Abono le dio su crisis y se desapareció de la funeraria. No era difícil saber dónde podías encontrarlo. No muy lejos había un edificio abandonado al que los vagos llamaban el Castillo. Cualquiera podía vivir en el Castillo, nadie se metía con nadie, el único requisito para estar ahí era compartir lo que llevaras. Cobijas, dinero, mota, coca, piedra, alcohol, lo que fuera. Algunos tenían sexo en el último piso. Yo llegué a estar una sola noche en el Castillo. Descubrí que esa vida no era para mí en cuanto pegó la luz del sol y amanecí lleno de piojos. Durante la noche había soportado los lamentos de un tipo al que se le estaba pudriendo una pierna. Al parecer un auto le pegó una embestida y él tipo dejó que el cuerpo «sanara por sí solo». No lo culpo. La mayoría de los ebrios del parque no tienen más remedio que fiarse de que sus cuerpos sanen por sí solos. También es verdad que en ocasiones los recoge la beneficencia y se los llevan al hospital público, sobre todo a los hidrópicos, pero como no hay camas suficientes tienen que ser selectivos, así que dejan agonizar en la calle a los que no tienen remedio.

Para el Abono, el Castillo era su segundo hogar. Se la pasaba semanas enteras metido ahí, drogándose con mota, piedra y activo. No volvías a verle el pelo por meses. Y cuando reaparecía en el mundo de los vivos, casi no podías reconocerlo. Era un esqueleto sucio, de mirada alucinada. A veces se le escapaban incoherencias aún en su sano juicio. Su tío no lo regañaba ni le daba consejos. Con él o sin él la Funeraria Matamoros seguía abierta las veinticuatro horas del día. Incluso eso decía la propaganda que a veces echaban bajo las puertas de las casas y edificios. «Funeraria Matamoros, 24 horas trabajando para la eternidad». Al parecer la frase se le había ocurrido a un tipo que hacía poesía y era el único amigo de don Enrique.

Uno no sabía si el hecho que don Enrique se hiciera de la vista gorda con el comportamiento de su sobrino era bueno o malo. Depende el enfoque. Bueno, porque no se metía en su vida. Malo, porque le importaba un bledo.

No sé cuándo don Enrique bajó la guardia. Todo le daba igual. Su único pasatiempo era ese periódico de tinta café en el que leía noticias de deportes. Si pasabas por la funeraria a eso de las once o doce del día, ahí estaba él, sentado frente al escritorio con el periódico en las manos, una taza de café negro y cierto rostro de que la vida tiene sus pocas cosas buenas.

En fin, que el Abono me la jugó. Se fue al Castillo. Así que el tío silencioso comenzó a cargarme la mano con el trabajo. Todo por el mismo precio. Yo quería reventar. Lo juro. Pero soy de esa clase de gente que por dentro se la pasa rumiando todo lo que despotricará y a la hora de la hora, cuando el sujeto al que se le deben decir sus verdades pasa frente a uno, sólo atina a decir: «Buenos días».

Pocos reconocen sus defectos, yo no tengo problemas con eso. Lo único que me molesta es que decirlos signifique una especie de permiso para que me jodan. Esto lo digo por el Pandeado. De niño, yo solía decirle: «Soy un poco miedoso», y él, aparte de darme la razón, se lo contaba a media humanidad, añadiendo de su cosecha: «Yago es un cagón».

Los días que no iba a la funeraria —casi todos— me los pasaba en el departamento de Herodes fumando mota, o hablando con Yumi en el parque. A ninguno de los dos los aguantaba demasiado. Herodes siempre quería fumar hierba y yo no encontraba chiste en estar colocado a diario, pero si no lo hacía tenía que verlo drogarse y era aburridísimo. Yumi era más divertida e inteligente, pero ya he dicho que casi siempre estaba borracha. Además, resultaba incómodo estar cortando la charla porque se le acercaban tipos para negociarle una cogida o invitarle un trago.

Una mañana amanecí con agruras que me escocían el esófago. Me suceden cuando miró alrededor y siento unas enormes ganas de que no exista la vida tal cual la conocemos y, junto con ella, yo mismo. No sé cómo explicarlo. Es difícil estar en desacuerdo con el mundo; ya saben, desde la fisonomía de la ciudad hasta la publicidad, desde ganar dinero hasta lo que venden en los almacenes que llaman de prestigio. Es difícil estar en desacuerdo si no tienes algo distinto que proponer. En este sentido, se puede decir que no tengo ideología. Al culo con las ideologías. Por lo que yo sé, sólo han servido para hacer guerras donde todo mundo muere, menos el que inventó tal o cual ideología. Es igual que las religiones. Estoy harto de que me digan dónde está Dios. Se supone que Dios es uno, al menos el judío y el cristiano, pero si vamos al punto de las religiones, cada una parece tener su propio Dios. Por lo que a mí respecta, el Dios que te predican es un ejecutivo de traje y corbata celestiales, un alto ejecutivo de la banca celestial. Dios trata de captar clientes a través de sus mercachifles en la tierra, curas, pastores, monjes, líderes espirituales y tal.

Luego están los coches. Carajo. Odio los coches. No sé cómo la gente puede amar los coches. Hay gente capaz de perder la vida en un asalto cuando le exigen las llaves de su coche. Algunos dirían: «¿Por qué mejor no te llevas a mi mujer?». Si yo robara coches y me dijeran eso, aceptaría, luego convencería a la mujer de que se vengara del marido. ¿Cuántas mujeres vengadoras habría? Cientos, miles, millones. Coches de mierda, microbuses de mierda, grandes camionetas de mierda con sus conductores que van sintiéndose los amos del asfalto, y que cuando bajan de esas camionetas tienen pinta de don nadie. Tengo mucho que decir de los coches. Los coches y los cuerpos humanos se parecen. Aquellos terminan quemando un aceite oscuro, pestilente, con las carrocerías picadas y el interior oliendo a polvo y plástico barato, los cuerpos terminan con las arterias atascadas de colesterol y los intestinos repletos de mierda. Un coche, un cuerpo, qué más da. Sirven para avanzar, para no quedarse quieto, para llegar a alguna parte. La única diferencia entre un coche y un cuerpo es la velocidad con la que se desplazan, pero al final terminan en el mismo sitio, en los cementerios, amontonados y olvidados. Pura chatarra.

Este tipo de lindos pensamientos son los que embelesan a mis compinches, sobre todo al Abono. He pensado que si fuera líder de una secta religiosa o político podría hacer que muchos se mataran en un estadio de futbol. De hecho, aquella ocasión en que fumamos hierba comencé a hablar del presidente. Recuerdo haber construido todo un edificio de ideas lógicas que culminó en mi frase de «hay que matar al presidente». Después pasó aquello, ya saben, que el pendejo del Abono me siguió por las calles, chingando con eso de «sicario, sicario, sicario», y que devino en lo del callejón. Resulta absurda la manera en que una cosa provoca circunstancias que nada tienen que ver con la idea original. Dicho de otro modo, el que yo propusiera matar al presidente terminó en que sorprendiera a Néstor, el del guitarrón, dándole por el culo al Pandeado. ¿Quién dijo que la vida tiene sentido?

Las agruras y mi hartazgo de trabajar en una funeraria, me hicieron poner los pies en la oficina del director de la preparatoria.

—¿Qué puedo hacer por ti, Yago Martínez? —preguntó el sujeto, luego de mirar mi expediente y comparar mi cara con la foto.

Le dije que necesitaba una constancia de que casi terminaba la prepa.

—¿Casi?

—Puede servirme para buscar empleo, si tengo una constancia donde dice que sólo debo tres materias.

—¿Quién te pidió algo así?

—Nadie, pero yo podría agregar esa hoja en las solicitudes de empleo.

—¿Qué materias debes?

Las dije: ya parecían cantaleta.

—¿Y cuándo piensas hacer los exámenes?

—Pronto.

—Pues no sé cuándo porque mañana empiezan.

—¿De verdad? Creí que empezaban el quince de julio.

—Junio quince.

—¿De qué será el primer examen?

—Eso deberías saberlo tú.

—¿Dónde puedo enterarme?

—No sé si siga pegado en el tablón de avisos, afuera.

Comencé a rascarme la frente, y a tener esa sensación de que el mundo es una caja fuerte.

—Mira, Yahir…

—Yago.

—No veo caso que te presentes a un examen para el que no estudiaste.

—¿Podrían darme la constancia? Me serviría mucho.

—¿Qué constancia?

—Donde diga que casi termino la prepa.

—¿Quién te pidió eso?

—Ya le dije que nadie.

—No me hables de ese modo.

—¿De cuál?

—Igualadamente. Soy el director. No sé si te has dado cuenta.

Desde luego que sí, ese tremendo letrero sobre el escritorio y el otro pegado a la puerta decía su cargo. Caca Grande. Apuesto a que sus calzones también lo decían. Me levanté, le ofrecí la mano en son de despedida, pero me la dejó en el aire.

—Cierra la puerta cuando salgas, Yahir.