45

 

 

Herodes dijo que necesitaba verme con urgencia. Nos citamos en el parque. Cuando llegué, el güey no estaba solo. Chucho Lerma lo acompañaba compartiendo tragos de una botellita que traían envuelta en papel estraza. A los dos se les veían los ojos chisposos y no dejaban de reírse de un pepenador que se agachaba a recoger periódicos y al que se le veía la raja del culo. Yumi no estaba por ahí. Así mejor, pues no era de las que se cortan para meterse en pláticas ajenas y no quería que conociera a Chucho Lerma ni enterarla de que me fingía loco.

—¿Qué te recetaron? —me preguntó Chucho, quitándose las salivitas de la boca.

—Depakine.

—¿Comprimidos o jarabe?

—Comprimidos.

—¿Sencillo o chrono?

—No sé. Es un frasco con cien pastillas.

—Te doy cien pesos por él.

—Costó quinientos.

—Te doy ciento cincuenta.

—¿No oíste? Costó quinientos.

—¿Y tú los pagaste?

Su pregunta tenía mucho sentido.

—Bueno, no traigo el frasco conmigo…

—Para la otra entonces. Y oye, tienes que hacer que el loquero te cambie el Depakine por algo más caro. Un Ativan, por ejemplo. Cuesta como mil baros. Te doy trescientos.

—Si lo consigo, quiero ochocientos.

—Lo más que te puedo dar son quinientos.

—No sé si logre que me lo receten.

—Dile a tu loquero que te está cayendo mal el Paquito.

—¿Qué Paquito?

—El Depakine.

—Que te lo cambie por Ativan. O mejor, que te lo combine y te compro los dos. Dile que no puedes dormir. Que te dan pálpitos y angustia. Dame tu mail. Yo te envío la sintomatología. Tienes que ser convincente, Yago. No vaya siendo que nomás te recete valeriana por pendejo.

Me encogí de hombros como no dándole importancia al asunto y me senté con ellos a beber. Al poco rato, llegó el Abono. El cielo se estaba poniendo de un color naranja bastante peculiar. Una nube larga y delgada lo recorría horizontalmente. La botella fue poca entre cuatro, pero a todos nos dio pereza pararnos e ir por más alcohol.

No sé cómo salió ese tema, no sé quién preguntó qué última locura haría antes de felparla. Chucho no vaciló en decir que le gustaría quemar un edificio importante. La Bolsa de Valores, por ejemplo. Herodes le preguntó si con gente adentro. A Chucho le brillaron los ojos al decir, «mientras más repleto, mejor». El Abono dijo que su tío tenía un ataúd blanco en la funeraria. Esa historia yo la sabía, pero Chucho no. En ese ataúd estuvo el cadáver de la esposa de don Enrique, pero luego la enterró en otro y ese lo guardó de recuerdo. Al Abono le daban ganas de robárselo sólo para ver hasta dónde se desquiciaba su tío. Nunca lo había visto llorar. Quería verlo llorar. Pero también tenía ganas de quitarle la tapa al ataúd, llenarlo de tierra y flores y regalárselo a una chica que le gustaba horrores. Herodes y Chucho dijeron que eso sonaba muy enfermo. A mí me pareció romántico. Herodes dijo que su locura sería obligar a fumar un gallo a una monja y ya que estuviera colocada, tirársela en un hotel barato. Esa locura nos gustó a todos. Fue mi turno. No se me ocurrió nada, no supe qué locura quería hacer antes de morir y eso me puso la mar de triste. Alcé los ojos y la nube naranja había estallado. Pobre de mí.