72
Se presentó un par de días a ayudarme y luego desapareció cual fantasma. Fui a la funeraria a buscarlo, me dijo que le aburría esquinear como puta barata y que hizo las paces con su tío ofreciéndole recuperar el ataúd blanco. Creí que era una broma, pero el Abono hablaba en serio, conocía al cuidador del cementerio y con una módica suma una de esas noches podían ir por el ataúd. Era un plan a largo plazo, según él, pero el tío había quedado conforme.
Mis amigos servían para un carajo. Comencé a entender por qué los patrones la cargan contra los empleados.
El puesto seguía vacante y yo no dejaba de pajarear hacia la esquina, cada vez más nervioso, en espera de los Sánchez de mis cojones.
—El remilfentanilo. —De pronto, apareció el tipo al que los alienígenas curaron—. Es un lote de quinientas cajas. Tienes que venir a buscarlo. Hoy a las doce de la noche, atrás del psiquiátrico.
No me dio buena espina. No pensaba ir, pero a las siete de la tarde, ya de camino a mi casa me entró el gusanillo de la ambición. Supongo que eso es lo que tiene ser alguien en la vida; una cuerda surge alrededor de tu pescuezo, después unas manos invisibles la tiran hacia adelante para que no te quedes quieto. Caminas entre dichoso e infeliz adonde te lleve la cuerda. Generalmente a un abismo aunque te esfuerces en creer que es al cuerno de la abundancia.
Fui a buscar al Abono y le dije que, al menos, le pidiera prestado el coche a su tío y me acompañara a buscar la merca. Aceptó siempre y cuando Herodes nos acompañara por si las cosas se ponían feas. No es que Herodes tuviera facha de romperle la madre a nadie; ninguno de los tres la teníamos. Herodes más bien daba risa por su pelo rojizo; lo podías confundir con un Muppet. Al Abono daban ganas de darle unas monedas porque parecía famélico y yo y mi estilo Tom Waits parecíamos una mierda, ya se sabe. Hay que reconocérnoslo.
Me adelanté al edificio de Herodes a esperar al Abono. Fumamos mota, hacía siglos que no la fumaba. La fumé compulsivamente, lo mismo que bebí varios tequilas y me metí un Vicodin. Hasta Herodes, que era un salido, se sacó de onda de verme sin freno. «Para un poco, güey», me dijo, «ya estás a punto de desintegrarte».
Hablamos de su tema favorito, el fantasma de don Bebo. «Lo estoy viendo detrás de ti», le dije. Herodes se echó a llorar de repente y me dejó frío. Sus gemidos, su cara partida de dolor eran como de otra persona, alguien demasiado sensible, y no el que conocí diez años atrás, cuando orinaba a los transeúntes desde una azotea y se metía a los baños de mujeres en las cafeterías.
No me atreví a decirle que vi un carajo de fantasma, sólo le dije que se desvaneció en el aire, y que no me hiciera caso, pues estaba muy high y tal vez había sido puro alucine.
—¡Gracias! —exclamó emocionado y me abrazó fuerte—. Es que hoy precisamente mi papá cumple años de muerto, no cabe duda que vino a visitarme.
Se me heló la sangre.
Un claxon se escuchó. Salimos del edificio. El pendejo del Abono no había traído el coche del tío, sino una puta camioneta muertera de la funeraria.