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Junto al librero, donde en realidad había pocos libros y más bien guardaba mi ropa sucia de la semana, había una tranca recargada en la pared. Esa tranca llevaba siglos en ese sitio. Cuando mi madre enviudó, la usaba para bloquear la puerta de la calle, temerosa de que alguien entrara. Era una tranca de madera porosa, cuadrada y no tan fácil de levantar.
—¡Sal de ahí! —aulló el Pandeado.
Debió gritar fuerte, porque lo escuché a pesar de tener la música a todo volumen en mis oídos.
—¡Que salgas ya, cabrón! ¡Ahora sí te pasaste! ¡Lo que le hiciste a tu hermana te va a costar caro!
Cogí la tranca. Salí del cuarto y descargué el primer chingadazo contra la vitrina. Platos, adornos y toda clase de figurita cursi de falsa porcelana estallaron en pedazos.
—¿Qué haces, pendejo? —aulló mi madre. Pero todos se echaron hacia atrás.
—Apenas comienzo —dije y fui directo al televisor, dónde descargué de nuevo la tranca. Me pesó que no estuviera encendido para oírlo estallar y sacarle humo como en las películas. Pero conseguí traspasarlo.
Para ese momento, ni mi madre ni el Pandeado me miraban con furia sino con total espanto. Eso me dio arrestos, pero ya no había nada escandaloso que romper, así que descargué la tranca contra la mesa varias veces hasta hacerle abollones, luego contra una silla que conseguí quebrar a la primera. No había más objetos. Fui hacia el Pandeado. Teté estaba detrás de él, mirándome desencajada. Levanté la tranca ante ese cabrón, que por un segundo se quedó petrificado.
—¡No, Yago! —gritó mi hermana.
En un santiamén supe que no iba a partirle la cabeza, así que tenía que hacer algo para que no me llamara cobarde después. Solté la tranca como si algo me atravesara el vientre y me dejé caer al piso. Nunca tuve un mejor ataque que ése. A diferencia del primero, esta vez grité, gruñí, pataleé, chirrié los dientes, todo lo que se me dio la gana. De hecho, tuve mis dudas de estar fingiendo…
Mi madre y Teté se echaron a llorar. El Pandeado estaba más quieto que un ratón paralizado por el veneno de una víbora. Comprendí que debía cerrar con broche de oro mi actuación, entonces pujé, me oriné y zurré encima. Después aflojé todo el cuerpo y cerré los ojos dando unos espasmos cortitos hasta quedarme como un muerto.