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Me presenté a trabajar como de costumbre frente a La Casa del Payaso Loco. Una, dos semanas completas sin que Chucho diera señales de vida. Un loco hace locuras. Quizá el cabrón estaba quemando la casa de su madre en Santa Clara. Confieso que empecé a desear que no volviera nunca. Me movía como pez en el agua. Además, había hecho nuevos clientes y no era justo que Lerma se los quedara. Llegué a odiarlo. Gané cincuenta mil pesos limpiecitos en dos semanas. Y el hijoputa iba a darme sólo dos mil. ¿Es justo? Pero si le reclamaba, me mandaría al infierno. «¿Cuánto querías ganar por recargarte en aquel poste a ver si llegan los judiciales?», seguro que saldría con esas.
Qué difícil es ascender en el trabajo. La mayoría de la gente que lo consigue tiene que besar muchos culos antes, o traicionar a su jefe o ambas cosas. No me veía besándole el culo a Chucho Lerma. Tampoco traicionándolo por mucho que fuera un tipejo, con lo cual me sentí condenado a no llegar a ser nadie en la vida.
Aparte de mi preocupación por el regreso de Lerma, tuve un obstáculo, la maleta con las medicinas. Era demasiado llamativa y no podía aparecerme en la casa con ella como si tal cosa. Lo que hice fue encontrarle un lugarcito detrás de las macetas del patio. Era el área común de una serie de casitas, por fortuna los vecinos respetaban las plantas de cada quien.
Antes de cruzar el patio, me cercioraba de que no hubiera moros en la costa. Después, iba rápido y metía la maleta detrás de los helechos, la tapaba con una bolsa negra de plástico y le ponía una piedra encima; es estúpido decirlo, pero me gustaba esa piedra. Era porosa, no pesaba y le crecía musgo; me hacía pensar que en ella había una especie de mundo, quizá uno más feliz y mejor organizado que el jodido planeta Tierra.
A veces Teté salía conmigo. Caminábamos juntos. Ella en su plan de tratar con pincitas a su hermano el loquito. Luego corría a alcanzar el microbús y era cuando yo regresaba al patio a sacar la maleta de atrás de los helechos e irme pitando hacia el metro.
El que estaba a punto de reventar con todo esto era el Pandeado. Una vez estábamos los cuatro, comiendo en total silencio. El tipo lo rompió diciendo: «Ya encontraré la manera, cabrón».
Mamá y Teté lo miraron. Él no dijo más. Yo entendí su mensaje.