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Al cabo de una hora, me convencí de que lo había ofendido con eso de los juniors. Supongo que la locura es eso, cuando uno especula sobre lo que los demás sienten, al grado de terminar convencido de que puedes leer sus pensamientos.

La enfermera me hizo tragar el antidepresivo y se largó. ¿No era esa una prueba de que sí ofendí a Krakauer sobrino? ¿O por qué no cumplió su palabra de hacer que me quitaran los antidepresivos?

Al día siguiente, se presentó otra de las enfermeras, bajita pero que se movía con el ego de Napoleón en mujer, y me pidió de mal modo que fuera al baño. Le dije que no tenía ganas.

—Inténtalo —ordenó, fríamente.

Fui y oriné unas gotas mientras oía a la enfermera mover cosas en el cuarto. Cuando regresé había puesto sobre mi cama una bata y unas chanclas.

—Date prisa —ordenó.

Fuimos por el pasillo hasta el ascensor, la enfermera apretó el último botón de la planta alta. No hay nada más tenso que estar con alguien en un ascensor y no dirigirse la palabra. Es lo mismo que caminar junto al Pandeado y no poder llevar el compás de sus pasos.

Pim, pim, se oyó la campanilla del final del viaje. Salimos a otro pasillo igual al de la planta baja. Comencé a sentir un chiflón de aire en las nalgas y supuse que se me habían desatado las cuerdas traseras de la bata.

Llegamos frente a una puerta. La enfermera dio unos golpecitos.

—¿Se puede?

—Adelante —dijo una voz masculina.

Un médico de bigote espeso, detrás de un escritorio, señaló un sillón tipo dentista, mientras terminaba de escribir algo en una computadora. La enfermera me empujó al sillón. En cierto modo lo agradecí, casi no podía sostenerme en pie.

—Ahora estoy con ustedes…

—Sí, doctor, no se preocupe —respondió la enfermera.

El hombre escribió un par de cosas más en la computadora, se puso de pie, sacó un frasquito y una jeringa de una vitrina que había a sus espaldas.

—¿Qué tal su turno? —le preguntó a la enfermera.

—Bien, doctor Casasus. Sin gran cosa. Todo muy tranquilo.

—Me alegro. —Levantó mi brazo y me dio unos golpecitos hasta que saltó la vena.

Ensartó la jeringa y en tres segundos me sentí idiota.

—¿Y qué planes tienes para el domingo? —El tipo y la fulana comenzaron a atarme correas a los brazos y las piernas.

—Dormir a pata suelta, doctor.

—A pata suelta, eso se oye interesante… ¿De verdad a pata suelta?

—¡Sí, de verdad, ja! —La fulana escupió una risotada, me limpió las sienes con alcohol. Puso su mano fresca debajo de mi barbilla y la centró sobre una base de goma. Luego colocó dos objetos en mis sienes—. Abre la boca —me ordenó. Y me hizo morder una pipeta.

—¿De verdad a pata suelta? —insistió el doctor.

La fulana lanzó otra risotada.

—Ay, doctor, no me diga esas cosas.

—¿Qué cosas?

—¡Esas!, pero sí, a pata suelta.

—A ver si me invita. A mí también me gusta lo de a pata suelta. —El médico apretó un interruptor junto a la silla y un golpe de electricidad me hizo contraerme hasta la náusea.

—¿Y usted, doctor? ¿Qué tal su día?

—Pues aquí, lo de costumbre.

Cuando el tipo soltó el botón, mi cuerpo se desparramó de tal forma que sentí que iba a desmembrarme y a zurrarme. Pero no pasaron dos segundos cuando el tipo le volvió a dar al interruptor y esta vez la electricidad me hizo sentir que quizá mi sangre herviría en mis venas y luego saldría disparada por los ojos.

—Ay, doctor, qué pena, lo veo aburrido.

—Ya le dije el remedio, invíteme a dormir… A pata suelta.