73
Íbamos alrededor de la medianoche en esa camioneta gris de la Funeraria Matamoros, oyendo en la radio un partido de futbol, camino al callejón del hospital psiquiátrico, a recoger cajas de una mierda más poderosa que la morfina. Herodes le contaba al Abono que yo había visto al fantasma de su padre.
Les pedí que cambiaran de tema.
—Okay —dijo Herodes—. ¿Ustedes cuándo perdieron la virginidad?
—No chingues —reprochó el Abono.
—Yo a los doce —reveló Herodes—. En casa de mi tío Roger.
—¿Te la metió él? —le preguntó el Abono.
—No, cabrón, con su sirvienta.
—¿Y qué tal?
—Pasó muy rápido. Es más, a veces pienso que tal vez no perdí la virginidad en ese momento, sino que se lo hice contra sus piernas. Así que nunca sabré cuándo realmente perdí la virginidad, porque después tengo confuso si la siguiente vez fue con mi prima o con Lola, la hermana de un amigo.
—¿Qué Lola dijiste? —interrogó el Abono.
—No tu hermana.
—¿A qué otra Lola conoces?
—A otra. En serio, tranquilo, no fue con tu hermana…
—¡A callar de una puta vez! —aullé—. Me quería rajar de ese asunto del remilfentanilo. La camioneta olía a muerto dulzón y me dieron ganas de echar la pota, pero el Abono dijo que la lavaban a diario con productos especiales. Entonces, debía ser ese aromatizante de vainilla barata colgado en el espejo. El hecho es que me quería rajar, pero me avergonzaba decirles a esos dos que lo dejáramos.
Llegamos atrás del psiquiátrico. Hacía un frío de navaja. No había coches, todo puesto como para una emboscada.
—¿Estás seguro que es aquí? —preguntó el Abono.
—No, cabrón, tal vez me equivoqué y la cita era en Moscú. No, espera, un poco más allá, en Vladivostok, pendejo.
—Cabrón, no te exaltes. Y a fin de cuentas dónde está Vladivostok.
—En el coño de tu madre.
—Pinche Yago, tranquilo —intervino Herodes—. Te estás amargando. Tú no eras así, tú siempre has sido un tipo en el que se puede confiar porque todo te importa una chingada…
De una puerta angosta del psiquiátrico salieron dos tipos, un joven de bata blanca y el amigo de los alienígenas sanadores. Se sacaron de onda al ver la camioneta de la funeraria, pero enseguida bajé y salí a su encuentro.
—Yago. George. George. Yago. —Nos presentó el alien—. George te va a dar tu mercancía. Tú dame mi dinero y aquí los dejo.
—En cuanto vea lo mío, yo les doy lo suyo —dije.
—No hay problema —dijo el tal George—. Ahora vuelvo. —Volvió a entrar al psiquiátrico y no tardó en salir empujando un carro con dos ruedas, a tope de cajas—. ¿En la camioneta? —preguntó.
—Sí, pero primero las cuento aquí…
—Entonces allá adentro —señaló el psiquiátrico.
—Prefiero aquí mismo.
—Y yo adentro.
—No me gusta adentro.
—Ya mí me saca de onda afuera.
—Tranquilos —dijo el alien—. ¿Cuántas cajas son, George?
—Cada caja trae diez cajas. No tengo por qué mentir. Son quinientas.
—Y si llegan a faltar —añadió el alien—, yo las repongo. Todos queremos que esto salga bien y seguir haciendo negocios, ¿o no, Yago?
Me estaban poniendo peor con tantas explicaciones. Así que acepté el trato. George se acercó con el carrito a la camioneta. El Abono abrió la parte trasera. Herodes nunca salió del asiento, terminaba de oír el partido de futbol en la radio.
—Listo —dijo George cuando terminó de meter las cajas—. ¿Qué más se te ofrece? Tengo Aripiprazol de 15 por si quieres. Y unas anfetas alemanas. Bueno, bonito y barato.
—Ya veremos después. Si las cajas vienen completas te busco y si no a la verga. —Tenía que hacerme el duro.
Me largué con mis compinches.