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La gran puta. Fui a regañadientes a buscar a Herodes a casa del tío Roger. Quería saber si estaba por regresar al edificio y darme una patada en el culo. Iba dispuesto a pelearle mi «tierra prometida». Después de todo, de no ser por mí ya habría otro portero en el edificio. Nadie estaba contento con el trabajo de Herodes, según supe. Sólo quería pedirle que se quedara hasta el final de sus días en casa de su tío. Eso es todo.
Una frase definía la casa de Roger. Ostentosa y horrenda; ventanas tintadas con marcos de latón dorado, colores chillantes en las paredes tipo aquí vive El Ratón Miguelito y los putos enanos de Blanca Nieves, un jardín descuidado en la parte trasera. Los cuartos casi vacíos en cuanto a muebles; muebles de distintas épocas. Ahí vivía Roger junto con cuatro sirvientas de pueblo. Herodes se la pasaba jugando videojuegos y tragando como un chancho. Había subido algunos kilos. Se había dejado crecer el pelo. Y como lo tenía crespo, su cabeza parecía la copa de un árbol, sólo que rojo. Las pecas en las mejillas se le habían hecho más grandes. Realmente parecía uno de esos irlandeses que toman cerveza a morir y que salen en las series gringas interpretando al chico que no es guapo, pero sí divertido.
Me arrojó un control y estuvimos jugando Kingdom Hearts como tres horas. Hizo que una criada nos trajera pollo asado y cervezas. Se llamaba Lupita. «Si le pides las nalgas, también te las da», me decía Herodes. Yo me reía por la forma espontánea en que expresaba las cosas, pero no me gustaba su comentario, pues por alguna razón yo veía en Lupita a mi hermana.
Le dije que yo daría medio brazo por vivir en un lugar como ese, pero él lo soslayó y me dijo que estaba hasta los huevos. No de su tío sino de no vivir solo. Le gustaba la soledad. Me sorprendió que dijera eso. ¿Qué más soledad que vivir ahí? Esa casa era un laberinto. Para encontrar a un ser humano primero tendrías que hablarle por teléfono y citarte con él, por ejemplo, en la cocina. Pero él insistió en que necesitaba su espacio. No le quise discutir. Yo iba muy dispuesto a pelear por seguir siendo portero, pero no dije nada. Tal vez ese es uno de mis grandes problemas, que no sé pelear por nada. Simplemente, me sentí triste y seguí jugando en silencio el Kingdom Hearts.
—No te preocupes —dijo Herodes, como si me leyera el pensamiento—. No será pronto. Todavía lo estoy pensando… ¿Has hecho algún reven?
—¿Reven?
—Reventón en mi depa.
—No, cómo crees.
—Pues qué pendejo eres. Aprovecha. Mete tres putas y móntate una orgía. No hay pedo conmigo. Pero no pongas muy alta la música para que los vecinos no comiencen a chingar la madre, ¿okay, Yago?
Le cambié de tema y le pregunté sobre el ataque que tuvo. Dijo que no le volvería a ocurrir, que tendría cuidado con la combinación de hierba y droga. Me habló de montones de pastas que yo desconocía. En realidad, fármacos. Comparó las drogas comunes con el alcohol y los fármacos con el vino fino.
—Una tacha es aguardiente —dijo—, la vicodina: Cabernet Sauvignon.
—¿De dónde sabes tanto de eso? —interrogué, sinceramente asombrado.
—Ya te lo dije. Chucho Lerma, el que me vende los anticonvulsivos. Ese tipo es mi Vademécum particular. No salgo sin él a la calle.
—Se oye a anuncio de toalla femenina.
—Pero es la verdad.