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No hacía otra cosa que comer grandes cantidades de pescado para que mi organismo se apropiara del noble omega-3. Me dejaban levantarme a mediodía. Sólo me jodían cuando leía muchas horas o me clavaba en Internet (nada de actividades aislantes había dicho Krakauer: era alemán y por lo tanto tenía la boca repleta de razón). Me insistían en el ejercicio al aire libre. Yo les daba largas.
Chucho Lerma me introdujo en su mundillo de la reventa de pastas para salidos. Supongo que le caí bien o que necesitaba un empleado de confianza. Muchos pensarían que soy un cínico por decir esto, pero soy de absoluta confianza. Si miento es por necesidad, pero soy de esa gente a la que podrías dar a guardar un millón de pesos y no saldría corriendo en cuanto te dieras la vuelta. Un amigo podría encargarme a su hermosa novia ninfómana, que yo la respetaría. A menos que él me autorizara entrar en acción. El hecho es que Chucho confió en mí y a cambio de pocas actividades (acompañarlo a tirarse a su novia, resistir el acoso de la madre de ésta, ir frente al hospital psiquiátrico, avisarle si venía el coche negro sin placas) yo me llevaba quinientos pesos la jornada. Esto sucedía cuatro días a la semana, así que al mes sacaba dos mil más mis extras por las medicinas que yo le vendía.
Pese a que de alguna forma Chucho hizo de mí un tipo productivo, lo puedo definir a él como una rata. Tenía bien medidas las necesidades emocionales y físicas de sus clientes. A unos les vendía por abajo del precio de farmacia y a otros por arriba. ¿En base a qué? Chucho me lo explicó de este modo mientras se quitaba las salivas de la boca.
—Costo beneficio, Yago. Tienes que medir al loquito. Si tiene dinero, le vendes más caro que en la farmacia. Si es pobre, por debajo. Si no trae receta, le subes un veinte por ciento. Tienes que entender a la clientela. A muchos de ellos su loquero les dio pastillas y luego se las quitó cuando según él ya no las necesitaba, pero los dejó enganchados; y por eso acuden conmigo, son clientes muy agradecidos. Otros pueden conseguir la receta pero no pagar la medicina a precio de farmacia. En ese caso, les haces un descuento. Luego están los exquisitos. No quieren genéricos. Puro medicamento de marca. De ser posible made in Suiza. Sacas una media entre genérico y de marca y a eso se les cobra. Si te caen urgidos, mides. «A ver, relájate, hermano, creo que hoy no traigo de lo tuyo. Date una vuelta mañana». Si el güey se prende y chilla, le subes un cinco, diez por ciento y le das su pasta. Adviérteles que hay escasez, como en cualquier producto. O que si subió el dólar o el euro afecta. Nomás cuidado. No te fíes de los bipolares ni de los paranoicos. Si les jalas de más puede que se te arranquen a chingadazos. En cambio, date vuelo con los depresivos, autistas, melancólicos y antropofóbicos. Tienen la guardia baja. Pero ojo, si notas rasgos suicidas, no te pases. Este es un negocio limpiecito. Cero sangre cero mal rollito. Mantén arriba la comunicación, si te cuentan sus pedos, óyelos. No te involucres, sólo óyelos con distancia y respeto. Muchos ya no confían en su loquero, así que tú eres su médico de cabecera, su paño de lágrimas. Ten en cuenta que no eres el único león de la pradera. Si no sabes medir el sí y el no, el loco estará loco pero no pendejo, se va con otro dealer. Una caja de chochos gratis te la agradecen toda la vida. Le puedes vender sus anfetaminas y de obsequio un frasquito de vitamina C. No te cuesta nada. No te quedas pobre. Este es un negocio muy bonito porque conoces a la gente.