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Me sentía orgulloso de ser capaz de engañar no sólo a mi familia sino también a un loquero profesional. Es una pena que no se tratara de algo legal o decente, pues entonces todo habría sido perfecto. Pero no le hacía daño a nadie. Lo mío era una medida de autoprotección.

A veces me daban ganas de decirle la verdad a Teté, pues soltaba frases sobre cómo debió ser mejor hermana y lo poco que valoró mis consejos. Mirando la tele, decía: «Tú sabes ese tema más que nadie». O, «si estuvieras en esa mesa redonda, los dejarías pendejos con tus comentarios». Un día me dijo que ya no le gustaban los talk shows e intentaría ver otro tipo de programas. Arte y cultura.

Presentí que si lograba colársela al loquero mi autoestima subiría e, irónicamente, me sentiría el tipo más cuerdo del mundo. Pero, si por alguna razón me atrapaba en la mentira, todo se iría al caño. Me estaba jugando mi última carta. Ojala fuera un as. Ya había puesto debajo de la cama una mochila con ropa por si me tocaba salir huyendo. Eso también lo tenía previsto. De momento le pediría asilo a Herodes; y al Abono, trabajo en la funeraria. En cuanto lograra juntar cierta suma de dinero, me iría a Australia. Tengo entendido que los australianos son gente hospitalaria y que no me pegarían un tiro en la espalda, como la migra en los Estados Unidos. Las razones son obvias, los australianos son gente orgullosa de sus canguros; y los gringos, de sus armas de destrucción masiva.