74

 

 

Lo siguiente fue hablarle al Elvis para decirle que tenía lo suyo. Tardó en contestar, pero su voz soñolienta se disipó en cuanto oyó la palabra mágica: remilfentanilo. Me citó en su depa. Le dije que prefería que fuera en un lugar público.

—Entonces otro día —dijo—. Tengo gripe.

Cedí, pero me sacó ronchas ir a la puta casa de un desconocido.

Nos pusimos en marcha y el Herodes volvió con el tema:

—¿Con quién habré perdido la virginidad? Casi estoy seguro que fue con la sirvienta. Y si no fue con ella, ya no lo sé, porque a veces estoy seguro de que el siguiente palo me lo eché con mi prima, pero otras veces estoy igual de seguro que fue con Lola.

—¿Qué Lola? Descríbela —insistió el Abono.

—Morenita, delgada.

—¡Así es mi hermana, cabrón!

—Y también un chingo de mexicanas.

—¿Cómo se llamaba la sirvienta?

—¿Cómo me voy a acordar?

—¿Entonces qué te preocupa si fue con ella?

—Mi virginidad es mi virginidad y su nombre es su nombre, yo lo que digo es…

—¡Cállense ya, carajo! —estallé.

Nos estacionamos frente a un edificio no lejos del psiquiátrico. Entre los tres cargamos las cajas con pastas, subimos a un sexto y tocamos el timbre. El Elvis nos abrió en pijama. Me dio gusto que se viera agripado, no había mentido. De hecho, parecía un saco de mierda deprimido y triste.

Adentro olía a medicinas, igual que un hospital, pero parecía uno de esos sets de televisión donde filman mamadas. Contra una esquina había una rocola de los años cincuenta; sobre una repisa, varios trofeos de natación y un oso de peluche viejo. Una pared tapizada de armas de fuego, pero todas de plástico y un muñeco de la Guerra de las Galaxias, no sé qué personaje.

El Elvis señaló un largo sofá rojo. Se sonó la nariz y fue a la cocina, parecía un tipo desamparado. Regresó con vasos y una botella grande de Coca Cola. Yo quería que nos largáramos lo más pronto posible. Le pedí el dinero. Lo puso encima de la mesa.

—Cuenta tus cajas —le advertí apropiándome de los billetes.

—No hace falta. Confío en ti. Confió en todo mundo. Yo soy así.

Me encogí de hombros, conté mi dinero, estaba completo.

—¿Quieren más Coca Cola, muchachos?

—No —apuré a decir, antes de que el Abono o Herodes dijeran lo contrario.

—Tengo un karaoke, ¿quieren que lo ponga y cantamos? En el refrigerador tengo hamburguesas, las meto en el micro y enseguida están. También podemos ver una peli. No sé qué les guste. Tengo cine de arte. También porno. Pero si me piden mi opinión, lo del karaoke puede ser muy divertido.

Vaya estupidez. Le dije que no y nos largamos.

Afuera, les di mil pesos a mis compinches. Fuimos a dejar al Herodes al edificio.

—Qué tipo más extraño el Elvis —dijo el Abono.

—¿Por qué? —interrogó Herodes.

—Porque no es normal como nosotros.

—Cierto.

Los miré y si aquel fulano parecía raro, éstos dos podían contratarse en una película cómica bizarra.

Dejamos a Herodes y el Abono me llevó a mi casa en la muertera.

Repasé todo lo que había sucedido, mi actitud, me sentí el rey de la pradera. A tomar por culo.