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Fui al patio y me recargué en la pared; arañar el salitre puede ser un pasatiempo cuando estás aburrido.
—¿Y ahora qué? —me preguntó mi madre.
Lavaba ropa en la pileta, iluminada por un triste foco de 40 watts que titilaba a punto de fundirse.
—Dilo ya. Quieres dinero. —Cogió aquella camisa blanca de su hombre y la comenzó a golpear contra la pileta, mientras el agua corría a chorros llena de espuma y mugre—. ¿Cuánto esta vez?
—Dos mil pesos —balbuceé.
—¿De veras no sabes lo que significa la palabra vergüenza, Yago? —Cerró la llave. Se puso manos en jarra y me la soltó—. ¿Hasta cuándo crees que vas a seguir así, cabrón? ¿Piensas que la teta es eterna? ¿Sabes por qué sigues tragando aquí? ¿Por qué dejo que te levantes tarde y te salgas a vagar con ese par de marihuanos del Abono y del Herodes? ¿Lo sabes, Yago?
Bajé la mirada hasta sus pies. Tenía las chanclas rotas y los dedos gordos se le asomaban por los agujeros. Me dieron ganar de reír porque parecían dos muñequitos que salían a orearse y los imaginé dialogar sobre lo apestoso de vivir adentro de las chanclas.
—¡Mírame cuando te hable! Por tu abuelo, por él sigues aquí. Por la memoria de mi padre. Pero se te está acabando la buena suerte. Un mes y entonces te largas a la mierda.
El abuelo le había hecho jurar que me apoyaría hasta verme convertido en eso que llaman un hombre respetable. Mamá había decidido no faltar a su promesa hasta que el abuelo cumpliera un año de haberse ido de este mundo; la fecha estaba a la vuelta de la esquina.
—¿Y para qué quiere «el señor» dos mil pesos, si se puede saber?
—Para tomar unos cursos de las materias que debo y de ese modo aprobar los exámenes. Dicen que son cursos infalibles.
—Ah, infalibles. ¿Y crees que ahorita mismo voy a decir, sí, hijito de mi vida, toma, ve y gástate lo que ganó tu padre anoche, gástatelo en tus cursitos infalibles, no le hace que nosotros traguemos aire? ¡Eso no puede ser! ¿Lo entiendes?
—Sí, lo entiendo, ya veré entonces cómo me las arreglo para pasar las materias.
—Ándale pues —dijo y regresó a joder la ropa. Pero cuando di algunos pasos, volvió a llamarme—: A ver, Yago, ven… Esto lo voy a hacer no por ti sino por mi papá, que en paz descanse. Ya como última, última oportunidad de todas las que llevas desperdiciadas. ¿Quieres esos dos mil pesos? Dímelo sinceramente, Yago.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Sí los quiero.
—¡Pues gánatelos!
(Vaya mierda de respuesta).
—Te los doy si me demuestras que ya eres un hombrecito. ¿Crees poder?
(Otra pregunta capciosa).
—¿Me lo puedes o no demostrar, Yago?
—¿De qué forma?
—Miguel, el del requinto, le debe cinco mil pesos a tu padre. Abusa porque tu papá es buena persona. Si vas ahora mismo y le cobras y me traes el dinero, te doy dos mil de esos cinco. ¿Te atreves? ¿Ya eres hombrecito o hay que seguir dándote la teta?
La oferta parecía tentadora, pero ese Miguel era una mierda de sujeto. Sería más fácil sacar un clavo bien hundido en la pared con las uñas que a él un sólo peso. Era de esos que incluso teniendo dinero, siempre te piden prestado.
—¿Sigues ahí? ¿Ya puedo seguir lavando o se le ofrece algo más al bebecito?