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—Y bien —Krakauer cruzó las manos; yo estaba frente a él para mi dichosa revaloración diagnóstica. Miré sus finos dedos y descubrí que se hacía la manicura—. Vamos a irte retirando los medicamentos a ver cómo reaccionas, Yago. —Puta noticia—. Es hora de comenzar con sicoterapia. Quiero que vayas con un psicólogo de mi total confianza. Es joven. No tiene mucha experiencia todavía, pero es muy avispado. Muy inteligente, muy agudo, muy perceptivo. —Sus «muy» me colmaron el plato. Arrancó una receta y se la entregó a mi madre—. Mientras tanto, este calmante irá sustituyendo lo anterior. El psicólogo dirá cuántas sesiones son convenientes.
—¿Y ya falta poco para que mi hijo se cure? —Mi mamá podía ir de la crueldad a la candidez en cosa de segundos. A eso le llamo ser bipolar.
—Doña Juana —dijo Krakauer—, ya le expliqué que el trastorno de su hijo no se cura, se controla. ¿Y tú? —Ahora se iba sobre mí—. ¿Ya comenzaste a hacer ejercicio?
—No mueve ni un dedo —acusó mi mamá—. Se levanta tarde, desayuna, se sale a la calle y no vuelvo a verle el pelo hasta las nueve o diez de la noche. Además, no respeta a su padre.
—Quizá lo mejor sería una terapia familiar —sugirió Krakauer.
—¡Nosotros no estamos locos! —se le salió responder fuerte a mi mamá.
Krakauer la miró, severo, y entonces por primera vez lo sentí de mi parte.
—No sé qué entienda por terapia, señora, pero no se necesita estar loco para tomarla. Yo mismo tengo un terapeuta.
Decir eso no le ayudó mucho, mi madre lo miró desconfiada.
—En fin, ya veremos; por lo pronto, centrémonos en Yago.
Saliendo de ahí, a mi mamá le pasó por la cabeza que necesitaba comprarme ropa. Me llevó a un centro comercial y me hizo probarme unas camisas y unos pantalones como de señor. Le tuve que dar gusto con sus pedidos, pues de lo contrario aquello podía durar una eternidad. Después, hizo que un bolero me limpiara los zapatos. Realmente quedaron como nuevos. Ella volvió a decir que qué buen gusto había tenido al comprarlos.