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Tuvimos que llevarlo a urgencias, donde le pusieron una inyección para el tétanos y una férula en la mano rota. Es increíble lo que se acobardó cuando vio la aguja de la jeringa. Lloró como un niño. Ese hombre que había dado y recibido cabronazos como para matar a un cerdo le tenía miedo a las agujas. Sujetaba la mano de mi madre y le gritaba: «¡No, Juanita, no permitas que me piquen! ¡Eso no, por el amor de Dios!».
Regresamos a casa en taxi. Mamá no dejaba de preguntarle a su charro detalles para dar con los hijos de la chingada que lo putearon. Y de acusarme a mí de no haber ido corriendo a la casa a ponerla al tanto o de pedir ayuda a gritos —lo de intervenir en la pelea lo daba por descontado—. El Pandeado no tenía cabeza para buscar explicaciones, todo lo que quería era llegar y dormir. «¡Ay, Juanita, ay!», se quejaba escondiendo su cabeza en el pecho de mamá. «¡Ay, mi vida! ¡Ay! ¡Es un castigo por no haberte tratado mejor!».
—¡No, papi rey! ¡No digas eso, papi santo! —Ella le besaba la cabeza.
Y así fue como se reconciliaron.
Una vez que el cabrón se acostó y durmió, mi mamá me interrogó tanto como lo harían dos policías a un soplón en una de esas series policíacas. Le dije exactamente lo que vi. Y cuando mencionó lo raro de que no intentaran robarle, dejé caer una vaguedad venenosa.
—Tal vez fue por una mujer. Hay muchos maridos celosos en el barrio. Y como tú bien dices, papi se parece a Jorge Negrete.
Le cambió el semblante. Me fui a dormir y recordé una y otra vez lo sucedido, sobre todo la parte donde el Pandeado recibía los chingadazos. Seguía vivo, es cierto, pero al menos un poco hecho mierda.