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Pensé que ese tipo de cosas sólo podían suceder en las películas. Una tarde que vine de estar frente a la Casa del Payaso Loco, el Pandeado me recibió arrojándome con fuerza un balón de básquet.

—Vamos a hacer ejercicio, Nini marica.

—No le digas así —objetó mi madre.

—¿Nini?

—No, marica.

Como me llamara era lo de menos, el tipo me haría polvo y en eso mi madre no tuvo objeción.

Fuimos a las canchas detrás del mercado. Nunca me paraba por ahí, a no ser para comprar mota o una vez que se me ocurrió probar éxtasis; vaya mierda. Me puso a cien y luego me tumbó ocho días. En cuanto a la mota, prefería pagarla con un sobreprecio a Herodes con tal de no tener tratos con la gentuza de las canchas. Hasta un químico hubiera tenido dificultades para diferenciar entre esos tipos y la mierda. Se la pasaban oyendo reggaetón y banda a todo volumen. Su música de mierda era pasable. Pero en una ocasión, abusaron de una muchacha entre cuatro. La patrulla se los cargó. A los pocos meses regresaron como si nada, libres como la propia libertad. Fue la muchacha quien se tuvo que ir del barrio por haberlos denunciado. Yo le tenía prohibidísimo a Teté pararse por ahí. Cuando quería llevarme la contra decía: «Voy a las canchas a que me violen». Me sacaba de quicio.

No se trata de hacer el cuento largo. El Pandeado me vapuleó a placer. Me arrojó cientos de veces el balón al estómago, a la cabeza, a las piernas, con la fuerza de una bala de cañón. No conseguía tener el balón en mis manos más de diez segundos, sin que el ojete se me viniera encima dejándome como si un tren me hubiera planchado. Terminamos por tener público. Los vendedores de droga, los vagos que jugaban en otras canchas y lo dejaron para acercarse a mirar. Los chavos que salían de la secundaria, en fin, toda la caterva se carcajeó a sus anchas al ver la paliza que me daba mi padrastro. El remate fue cuando quedé tendido y el Pandeado se me subió encima y me golpeó con el balón en la cara, repetidas veces. «Cabrón, ya déjalo», le dijo alguien. Pero el Pandeado hizo caso omiso. Al final, se le cansaron las manos, detuvo el balón y espetó:

—Este es sólo el comienzo, pinche homosexual.

Lo peor no fue cuando, a la mañana siguiente, miré en el espejo los signos de la madriza, sino saber que no tendría sentido contárselo a nadie. Imaginé a la orientadora diciéndome: «¿Y con qué asignatura dices que tienes problemas?». Me dolieron hasta los dientes de reír.

Estaba en el baño cuando oí la gran bronca en la sala. Teté se defendía de no sé qué acusaciones. Hasta ese punto parecía lo de todos los días, pero el tono de mi madre se elevó. Entonces, fui a ver qué sucedía. Mamá sacudía a Teté de los brazos.

—¡Dime qué carajos quisiste decir con eso o te parto en dos, puta!

—Pasa que estoy embarazada —dijo Teté, tratando de darle a sus palabras un tono indolente, pero le tembló la voz al decirlo.

Mi madre dejó de sacudirla, pero no le soltó los brazos. Al contrario, le clavó los dedos en la carne y a Teté se le dibujó una mueca de dolor.

—Suéltala —intervine—. La estás lastimando.

Mamá volteó a verme despacio. No decía nada. Era como si pudiera quedarse así una eternidad. Incluso hasta que volviera a suceder el big bang y comenzara a nacer de nuevo el universo. De pronto, gruñó:

—¿Cómo pudiste, loco de mierda?

—¿Pude qué?

Se me vino encima a puñetazos.

—¡Sucio cabrón! ¡Enfermo asqueroso! —gritaba sin control—. ¡Es una niña! ¡Es tu propia hermana! ¿Cómo pudiste meterte con tu propia hermana? ¡Depravado!

En ese momento, el Pandeado vino de la calle y yo aproveché para correr al cuarto. Cerré la puerta con llave, me coloqué los audífonos y puse a todo volumen mi Cold cold ground, esperando que por mis tímpanos corrieran ríos de sangre.