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La primera semana me ceñí a sus recomendaciones. Después, al demonio con Lerma, comencé a hacer nuevos clientes y a tratarlos según mi propio criterio. ¿Por qué iba a negarme a hacer negocios con un pobre chico ciclotímico, cuya cara estaba llena de barros y cada tres segundos te decía cómo su padre lo metía a la tina con agua fría para darle de cintarazos? ¿Qué iba a hacerme? ¿Decirme: soy un judicial encubierto? ¿O qué de malo tiene comprar un buen lote de Depakine sólo porque se le gana menos que a otras medicinas? Ganancia por volumen. No hace falta estudiar Finanzas en Harvard para saber eso.
Mi único pesar era que nunca sabía en qué momento volvería Chucho Lerma. Terminé por recordar algo que me decía mi abuelo. Vive el hoy, Yago, no pienses tanto en el mañana porque el mañana es como cuando un tipo juega dominó con los amigos y cada vez que su mujer le dice, ¿ya nos vamos? Él responde, sólo un minuto más. Y aunque se tire diez horas jugando, no lo disfruta porque lo único que tiene en la cabeza es ese «sólo un minuto más». Mi abuelo era el tipo más sensato del mundo. Hay que reconocérselo.
Después de un mes, hice cuentas y, oh sorpresa, había logrado una venta por cincuenta y siete mil pesos, de lo cual cuarenta y ocho mil eran absoluta ganancia. Lástima que el dinero no es mío, eso pensé. Pero vino la vocecita interna: Mierda, ¿y por qué no? Decidí que al menos podía picar de ahí trece mil pesos sin que Chucho lo supiera.
El tiempo corre rápido cuando todo marcha bien, así pasó un segundo mes, Chucho no regresaba y yo tenía el doble de dinero. Ciento catorce mil pesos. Me sentí invencible.
Yo también comencé a llegar con despensa a la casa. Procuraba llenar el refri frente al Pandeado y su jeta chueca.
—¿De dónde sacas el dinero, Yago?
No me costó inventarle una mentira a mi madre:
—De la preparatoria.
—¿Cómo es eso? ¿No ibas a pagar las materias que debes?
—En eso estoy, pero conseguí un trabajo de medio tiempo.
—¿Haciendo qué?
—Archivando los expedientes de los alumnos.
Da cierta tristeza engañar a los padres, no hablo de remordimiento, sino de que cuando el engaño cuela descubres lo ingenuos que son. Eso te duele en el alma. Piensas en la cadena de ingenuidades que debieron tener ellos a lo largo de sus vidas y que, en consecuencia, fueron estafados por medio mundo, por sus propios padres, las autoridades, el Gobierno, los publicistas… Te viene a la mente que tú mismo eres producto de una de sus grandes ingenuidades.
Se acercaba un nuevo encuentro con Krakauer. No debía encontrarme ni cuerdo ni loco, pues terminé por comprender que ambas cosas son peligrosas y por lo tanto terminan siendo las dos caras de una misma moneda. Si estás loco ya se sabe, pastas y hasta freída de cerebro; si estás sano, te exigen poner el culo en una silla de la escuela o de una oficina, desde temprano, hasta que ya sólo te queda ir a cenar cualquier cosa, dormir, despertar y llevar tu culo a la misma silla. Y encima debes comportarte como si eso tuviera sentido.
Lo mejor en esta vida es que te consideren convaleciente. Ese es el estado natural del ser humano, la convalecencia, donde no se te sobre exige. Un día lo leí: «El ejercicio natural de las personas no es forzar los músculos en ningún gimnasio, es caminar». Bien, pues yo apliqué eso a mi vida. O como dijo Jesús —no Lerma, el otro—: «¿Para qué te esfuerzas, si hasta los pájaros comen sin estarse buscando la vida?».
Me formulé todas las preguntas que podría hacerme el loquero y me las respondí una a una. Estaba listo para subirme al ring a darle la pelea sobre mi salud mental, pero de pronto, una noche, antes de la cita, desperté sudando frío. No por Krakauer, sino porque de la nada me vino a la cabeza que Chucho tenía cierta razón al darme consejos preventivos. El tipo era un timorato, sí, pero hasta ese momento jamás lo habían agarrado con las manos en la masa. Me recordé —todo ese mes— dando y recibiendo medicinas y dinero sin la más mínima precaución. Al aire libre. A media calle. A la vista de cualquiera. Ni siquiera me cuidé de mirar hacia la esquina, por donde podía aparecer el coche negro y los temibles Sánchez y Sánchez. ¿Qué le habrían hecho a Lerma?, una vez leí en un periódico que unos judiciales le inyectaron aceite de coche en los huevos a un ratero. Carajo, me dije. ¿No se te ha ocurrido que podrías contratar a alguien para que haga lo que tú hacías, pararse en la esquina y vigilar? ¿No ganas suficiente para hacerlo? De pronto, la lógica del capitalismo vino a mí con diáfana claridad. El capitalismo es como la gonorrea. No la asumes hasta que te infecta.
Era mi turno de ser el patrón que necesita al empleado de poca monta para explotarlo bonito y sabroso.
Comencé a darle vueltas al carrusel de la fantasía. ¿Y si Sánchez y Sánchez me tienen bajo la lupa? ¿Y si me vigilan con binoculares desde lo alto de un edificio? ¿Y si, realmente, alguno de mis clientes es un judicial encubierto? Y si y si y si…
Me paré de la cama. Salí a hurtadillas al patio y saqué la maleta detrás de las macetas. Busqué una caja de calmantes y me zampé un Valium.
Dormí como oso en invierno.