32
Esa misma noche, el Pandeado y mi madre decidieron hablar sobre mi destino. No frente a mí. (No era cosa de tomarme en cuenta). Yo los podía oír desde mi cuarto. No del todo, pues parte y parte oía mi Cold cold ground. (Al carajo con los dos. Me había salido un chichón en la cabeza).
—¿Qué hice mal, papi?
—Tú nada, Juana. Y a lo mejor tampoco Yago...
—¿Por qué dices eso?
—Fallas de origen, para que me entiendas.
—Yo no tengo malos los genes.
—No dije que tú…
—El padre de Yago tampoco.
—No me hables de él. No empecemos…
—No te pongas celoso, papi rey.
—No son celos, pero no estábamos hablando de él.
—Sí, pero…
—Pero céntrate, Juana. Tu hijo no puede seguir así. Un día vamos a estar viejos y ahí sí nos jode. Hay hijos que golpean a sus padres para sacarles dinero para su droga. La droga es cabrona, mira cómo andan varios pendejos en el barrio. Yago puede llegar a ese extremo.
—No me asustes. ¿Por qué no vemos si entra al Ejército o de policía?
—¿Crees que lo van a estar aguantando? Tiene anemia. No por tu comida. Tu comida es nutritiva. ¿Sabes lo que pasa? No, no llores, Juana. Escucha. Oye. Lo que pasa es que la droga impide que la sangre se alimente. Ni la carne ni el pescado ni nada le llega a la sangre, mucho menos al cerebro. En la sangre hay nutrimentos, ¿ves? Y como los drogos no los tienen, por eso se van quedando ñangos y empiezan a ver visiones y a decir disparates, como Yago.
—Yago no es así.
—Mucho no le falta.
—Siempre ha sido flaco y algo distraído, pero de ahí a estar loco…
—Yo no dije loco, dije que para allá va si le sigue jalando a la marihuana. Ponte dura con él, Juana. La verdad es que eres muy blanda. Ya te tomó la medida. No es mi hijo y por eso yo me mido con él, que si lo fuera francamente sí le pegaba un par de golpes para que se hiciera hombrecito. Ahora se dice que eso está mal, pero yo digo que al contrario, que dos madrazos a tiempo forjan el carácter. Mi padre me pegaba y ya ves, me hice fuerte.
—Pegar ya no se lleva, Martín.
—Sí, eso es lo que digo, que ya no se lleva, pero mira las consecuencias. ¿Te has fijado cuánto cabrón anda agarrado de la mano con otro en la calle? Eso desde que los padres ya no les pegan a sus hijos. No digo que les den hasta matarlos, sólo un manazo, una cachetada como se hacía antes, con eso.
Después de un buen rato de debatir vinieron a mi recámara. Mi madre me pateó un pie y me hizo señas para que me quitara los audífonos de los oídos. El Pandeado, mustio, puso las manos atrás y se recargó en el marco de la puerta con cara de falso circunspecto.
—A partir de mañana te vas a trabajar con tu padre. ¿Oíste, Yago? Ya me tienes harta. Hice todo cuanto debía, te di muchas oportunidades. Le fallaste hasta a la memoria de tu abuelo. Así que estoy cansada de ti. Si esta vez fallas, te parto el hocico como mínimo y luego te echo a la calle. ¿Estás oyendo o nomás pones cara de pendejo?
El Pandeado tenía los ojos puestos en el piso y sonreía.
—¡Responde, carajo!
—Está bien.
—¿Está bien qué?
—Lo que dices.
—¿Y qué dije?
—Que voy a ir con… él.
—¿A hacer qué?
Me encogí de hombros y dije:
—La música no se me da.
Mi madre me miró con desesperación.
—No te preocupes —intervino el Pandeado—, aunque sea lo pongo a tocar el güiro, ¿verdad Yago?
—No sé llevar el ritmo.
—¡Aprendes, cabrón! —aulló mi madre y apretó los puños.
El Pandeado volvió a sonreír.
—Ya, Juanita, vamos a dejarlo que medite. Él ya sabe que, ahora sí, este es su último chance. —Salieron y alcancé a oír que él le decía que no me presionara más de la cuenta, pues los desubicados aguantan poco. Y que cuando estallan hacen cualquier disparate. Como volarse la tapa de los sesos.
No me moví hasta que los oí sintonizar la tele en un programa de concursos donde les medían el ancho del culo a tres mujeres obesas. «¡No se infle! ¡No se infle!», decía el conductor, despedorrándose de risa. Las obesas también reían.