18
Cualquiera, incluso los más lacras de la sociedad, tenemos derecho a cierto número de milagros en la vida. Pequeños milagros. No a los grandes. Esos están reservados para la gente que se saca la lotería cuando aún es joven y puede disfrutar del dinero. No hay nadie que alguna vez no haya encontrado un billete en la calle o recibido una noticia que le viene de lujo. Mi pequeño milagro sucedió cuando el Pandeado pegó un grito de mariachi feliz, luego de colgar el teléfono. Lo habían contratado a él y al resto del grupo para tocar en Silao, Guanajuato. Considerando cuánto duran las fiestas en los pueblos, eso significaba tenerlo al menos una semana entera lejos de mi vida. Parece una tontería, pero me sentí como esos tipos que ya están en el corredor de la muerte y les dicen que su inyección de «vitaminas» ha sido aplazada.
La que hizo pucheros fue mi madre. Doña Juana tenía muchos defectos, pero uno de los más desagradables —tanto que me hacía sentir conmiseración por el Pandeado— eran sus celos galopantes. Así que el pobre diablo tuvo que ganarse el derecho de ir a Silao portándose de lo más romántico y complaciente esos días, jurándole que se portaría como un angelito —sí, cómo no— y diciéndole que le traería un regalo especial. Doña Juana no se la puso fácil. Buscó mil tretas para sabotearlo, la más artera fue pedirle que se llevara con él a Teté porque «la niña casi no viajaba». El Pandeado tuvo un buen pretexto: «No quiero que un pueblerino jodido ponga los ojos en ella». Mi mamá refutó: «Entonces llévate a Yago…». El Pandeado me clavó la mirada y seguro saboreó la idea, pero enseguida dijo: «Yago tiene su trabajo. No vamos a cortarle las alas ahora que entró en razón…».
No cabe duda que ese pedazo de mierda era astuto. Me trataba bien para no estar en la lista de sospechosos cuando me metiera la bala en la cabeza.
La noche del viaje, tocaron a la puerta. Abrí. Era Néstor, el del guitarrón. Me flaquearon las piernas al verlo; él, en cambio, no pareció reconocerme o le dio igual. Me dio un apretón de manos cual si tal cosa y pasó de largo. Fue directo a mi mamá y la abrazó llamándola «comadrita». Tres mariachis más entraron detrás de él; requinto, trompeta y guitarra. Al poco rato, la casa estaba repleta de charritos con sus instrumentos y equipaje. El Pandeado se ponía feliz siempre que había amigos en casa. Contaba chistes. Los contaba tan bien que no podías más que partirte de risa. Esa vez procuré no hacerlo. Me mordí la lengua para no reír cuando contó uno de un elefante que se tira a un changuito. Confieso que me dolió la cara de tanto contraerla para no soltar la carcajada, pero, chingar, ¿cómo es posible que un tipo que te ha dicho que va a meterte una bala en la cabeza sea capaz de hacerte reír con sus chistes? Mi mamá desaprobaba con la cabeza cada vez que él comenzaba a contar el siguiente chiste, pero en el fondo parecía orgullosa de su charro. El bastardo siempre me andaba diciendo que yo no servía para nada y demostrando que él, en cambio, hacía bastantes cosas como lo de contar chistes y cantar y ganarse la vida y llevar dinero a la casa. Pero no estaba conforme. Quería más. Quería quitarme la vida.
Mi mamá puso una botella de tequila, tacos y cuadritos de queso sobre la mesa. Un mariachi sugirió que ensayaran algunas canciones. Por fortuna, el Pandeado tuvo cordura y les dijo que si se la seguían de largo, perderían el autobús. Así que sólo estuvieron cosa de dos horas y se fueron al infierno. Antes de salir, el Pandeado me dio un abrazo frente a todos y me talló con su mano la nuca, como para arrancarme la piel. «Cuando vuelva, arreglamos eso», me dijo en voz alta. Debieron pensar que ese algo debía ser cosa bonita entre padre e hijo.
Mi madre se encerró en su cuarto a llorar. ¿Comprenden eso? Me pregunto si alguna vez alguien llorará por mí. Lo que no quisiera es que las lágrimas fueran la de una pocos sesos, como mi madre. Sé oye mal, lo sé. Pero se necesita pocos sesos para llorar por alguien como el Pandeado. No entiendo a algunas mujeres. Mueren por imbéciles como el Pandeado. Hay mujeres imbéciles a puños. No digo que sólo ellas. También hay hombres que si les dispararan en la cabeza no saldría sangre sino aire, como cuando se desinfla una llanta. Estoy convencido. Para hacerme cambiar de opinión se necesitaría que se acabara el mundo y comenzara una nueva humanidad. ¿Es eso posible?
Los primeros días de la ausencia del Pandeado, la casa se convirtió en un sepulcro. Mamá se encargó de ello. Se hundió en un silencio que te helaba el alma. Si decías algo, aunque fuera a media voz, te clavaba sus ojos de asesina serial. Una vez Teté y yo nos gastamos una broma y reímos bajito y ella se nos vino encima con un cucharón en alto. «¡Les dije que se callen, cabrones!», exclamó como si antes lo hubiera pedido. Teté estaba por aclararle que no lo había hecho, pero le lancé una mirada preventiva y mi hermana cerró el pico a tiempo.
A veces se comunicaba con su charro por celular. La oías quejarse de nosotros, del barrio, del país y del universo entero. Su voz comenzaba por ser suavecita, después aniñada y al final decididamente cabrona. Le exigía que la llamara más seguido, que le diera explicaciones de cada movimiento suyo en Silao.
Lo más jodido sucedió cuando el Pandeado debía regresar un viernes y pocas horas antes hizo una llamada que puso en shock a mi madre. Ella corrió a su cuarto, se encerró y no lloró más en voz baja, sino que berreó como en medio de un exorcismo. Teté y yo nos paramos en su puerta, mirándonos como idiotas, sin atrevernos a tocar.
Al día siguiente, en el desayuno, nos explicó la situación:
—Su padre va a tardar unos días más en regresar a la casa. Tuvo la suerte de que lo contrataran para una gira por todo el sureste. Con esto les quiero decir que se porten bien y no me estén chingando, porque no les voy a tener paciencia.
¿Saben lo que realmente sucedió? Lo comprobé cuando me encontraba por la calle a los mariachis que fueron a Silao. Habían vuelto todos, menos dos, ya imaginan quienes…
Aproveché que mi madre no tenía cabeza más que para su charro, y dejé ese trabajo de mierda de la Funeraria Matamoros. Un día, simplemente, ya no me presenté. El Abono —que había salido del Castillo— me pidió que fuera a un servicio. Le dije que no volvería al ramo de las carnes frías. Quiso saber la razón. Le inventé que trabajaría ayudando a Herodes en la portería del edificio.
—¡Por favor, cabrón! ¡Sólo un servicio! —insistió—. Esta vez habrá más dinero.
Resultó que una familia del barrio se había ido a no sé qué pueblo y el autobús se desbarrancó en la carretera. Funeraria Matamoros tenía «la suerte» de haber sido escogida para las pompas fúnebres de trece pasajeros muertos. Así que había trabajo a puños.
Le pedí cinco mil pesos al Abono, lo negociamos a dos mil quinientos y acepté.
Fue un trabajo de locos, a eso de las cuatro de la tarde comenzaron a llegar los cadáveres, dos, tres, cinco muertitos, no todos juntos y eso te causaba una rara sensación; los iba trayendo una camioneta del gobierno de Puebla, donde ocurrió la desgracia. Los sacaban en bolsas negras como de la basura y los metían rápidamente a la parte trasera de la funeraria. Lola se ocupaba de darles una maquilladita y don Enrique y el Abono de meterlos en sus respectivos estuches.
Yo miraba las dimensiones del velatorio preguntándome dónde demonios iban a caber trece ataúdes. Hubo un momento en que Lola dejó la puerta entreabierta y alcancé a ver de reojo un cadáver con una pierna colgando como un títere de trapo. Enseguida miré de frente y me encontré con la sonrisa de Lola. Fue una sonrisa rápida y de lo más extraña. Como fuera de lugar y al mismo tiempo amistosa. Hubiera sido buen recuerdo esa sonrisa de no haber estado precedida por el tipo tieso y amarillento con su pierna guanga.
A eso de las ocho de la noche, el Abono me dio permiso de irme a comer una torta y un refresco. Me tomó cuarenta minutos. Cuando regresé, casi me voy de espaldas, los trece féretros estaban colocaditos en el velatorio. Cierto que apenas había espacio entre cada uno y que no estaban todos en fila, sino ingeniosamente dispuestos.
Lo siguiente fue rutinario; desvelarse, escuchar llanto y lamentos. Frasecitas sueltas: «Se nos fue, se nos fue», «Dios lo tenga en su gloria» y tal. Pararme al baño, regresar a mi esquina; esa vez estuve de pie toda la noche, faltaban sillas y no hubo entremeses. En fin, las pasé putas.
Por fin llegó la mañana y el desenlace en el cementerio. Enfilamos en varios coches, carrozas y microbuses. Cada cual a su agujero y se acabó lo que se daba. El Abono, Lola, su tío y yo regresamos en un mismo coche. El Abono insistió varias veces en dejarme en algún metro, pero yo quería llegar hasta la funeraria para cobrarle mis dos mil quinientos pesos. Eso hice en cuanto llegamos. Pero ahí me salió con sus pendejadas.
—Toma quinientos y luego te doy lo demás. Todavía no pagan completo.
Sentí un nudo en la garganta.
—Si no me das el dinero completo te parto la madre —resolví.
El Abono debió ver que hablaba en serio porque parpadeó y asintió.
—Espérame tantito —dijo. Fue a la parte trasera de la funeraria y regresó sosteniendo un par de zapatos color café con las puntas raspadas—. Toma, Yago, valen como mil quinientos —los volteó por la parte de abajo—. Son Gucci…
Tenía razón, estaba un poco borrosa la marca, pero decía Gucci.
—¿De quién son? —le pregunté.
—A Lola se le olvidó ponérselos a uno…
El cabrón me estaba dando los zapatos de un muerto.
Mientras caminaba por la calle mirándome las puntas cascadas de mis zapatos, concluí que eran muy cómodos. El muerto tuvo buen gusto. Hay que reconocérselo.