48
Comencé a tomarle gusto al empleo. Pero, de golpe, Chucho me cortó la inspiración un día que fui a buscarlo a su casa para irnos a vender la mercancía. Me abrió en fachas. Su aspecto era peor que el del Abono cuando regresaba del Castillo. Incluso, pensé que ese tipo extraño no era Chucho sino el abuelo de Chucho. Pero sus salivas eran inconfundibles. Jugaba, inquietantemente, con un encendedor. Me dijo que iba a retirarse por un tiempo o tal vez para siempre de la «botica», para irse a Puebla, a casa de unas tías solteronas, y que yo me consiguiera otra cosa.
—¿Otra cosa cómo qué?
—Otra cosa —dijo por lo bajo.
—¿Cómo qué?
—¡A mí qué me preguntas, hijo de puta! —Las venas del cuello se le hicieron gordas y apretó el encendedor frente a mi cara, peligrosamente.
Fui al departamento de Herodes y se lo conté.
—Te dije que está loco.
—Pensé que lo tenía controlado.
—Se mete pastas, pero de vez en cuando le dan sus crisis y quiere quemar hasta la ciudad. ¿Quieres fumarte un gallo?
—Ahora no. ¿Qué pastas se mete?
—Carbamazepina.
Cabras, las llamábamos en el argot. Se nos vendía a pasto. Y la tomaban los furiosos.
—En unos días va a volver a ser el mismo de siempre, no te preocupes.
—Dijo que quizá se retire del negocio.
—¿Y que se va a ir a Puebla con sus tías?
—¿Es mentira?
—No lo sé. Pero un día las rucas son de Puebla, otro de Guanajuato y otro de Mérida. ¿En serio no quieres hierba? Me la vende un diputado que la consigue en Guerrero. Es de buena calidad.
—Otro día —dije. Y me largué bastante preocupado.
Pero Herodes tuvo razón. Una semana después, el mismo Chucho Lerma, entusiasta y vivales de siempre, me buscó para reanudar nuestra relación laboral. Tuve que presentárselo a mi mamá, que estaba en casa.
Mi madre no veía con buenos ojos que tuviera amigos mayores.
—¿Y de qué conoce a mi hijo? —le preguntó.
—Soy su maestro de química —respondió, poniéndome una mano en un hombro.
—¿Ah, sí? ¿De qué año?
Gracias a Dios, en eso entró Teté y el tema se diluyó.
Afuera, Chucho me dijo que mi hermana estaba como para darle una buena cogida. Le paré los pies. Me dijo que sólo había sido un comentario. Yo, que de todos modos no se pasara de listo. Me llamó hermanito celoso y que por mucho que me pesara, un día alguien se iba a coger a Teté. Le reviré diciéndole que sí, pero alguien decente.
—¿Decente como tú?
—No como yo. Decente. Y punto.
—Yo soy decente.
—Tú eres una mierda.
—Digamos que sí, pero no creo que en este barrio tu hermana encuentre algo mejor.
—Ella no vivirá aquí para siempre. Tú no tienes nada que ofrecerle.
—¿Ofrecerle? —escupió una risotada—. Ay, pendejo, yo soy un empresario, más bien soy el que escoge.
—¿Entonces qué más estás chingando? Ella tiene futuro. No es mujer para pendejos.
—Lo que tú digas —sonrió y me mando al carajo con todo y hermana.