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El Hoyo es como cualquier balneario popular que puedan conocer. Piscinas, toboganes, ruido, pelotas, chapuzones, islas de comida y bebidas, gente en bañadores; ciertos cuerpos me recuerdan lo parecido que somos a los animales y a los pájaros. Hay cuerpos de changos, perros y mulas. De avestruces, atunes y lagartos. No es que yo tenga el gran cuerpazo. Quizá me faltan músculos. Y como dice el Pandeado, cualquiera me puede atravesar la cara de un golpe, pero mi cuerpo me parece bien. Flaco pero proporcionado. En eso pensaba —con tal de quitarme la preocupación de la mente— cuando me acosté bocabajo en la toalla que tendí en el pasto fresco, debajo de un árbol frondoso.

Mi madre se dedicó a ponerle bloqueador a su charro. Teté había convencido a su amiga Cynthia de venirse con nosotros; se habían alejado a hablar de sus asuntos y estaban sentadas en la orilla de una piscina. Tenían metidos los pies en el agua y se quejaban cuando los niños las mojaban al patalear. Cynthia siempre tenía la misma actitud insufrible que Teté. Se quejaban hasta de que alguien les regalara una sonrisa, nadie les merecía la pena, sólo los actores de las telenovelas y los futbolistas.

Cynthia me gustaba y eso me hacía sentir mal. Su cuerpo era frágil y bonito, una piel muy blanca. Sus mejillas con hoyuelos, su pelo color miel. Me gustaba pero me caía peor que nadie. Ella me odiaba. Cuando la miré llegar en bikini tuve una erección. Me jodía mucho eso. Sentía que yo era algo así como un pedófilo porque ella tenía catorce y yo diecisiete. Nunca la habría molestado. Lo juro. Me parecía que no era correcto tener erecciones como la que tuve de solo verla en ese bikini. La erección debió durarme veinte largos minutos. Afortunadamente, me quedé tumbado en la toalla. Y, por suerte también, me dio tanto asco ver la crema lechosa que mi mamá le untaba en la piel a su charro, que la erección naufragó como un barco recién bombardeado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial.

—Tengo ganas de un chínguere, Juanita…

—¿Quieres que te traiga una cerveza, papi bendito?

El Pandeado me miró como si viera un bulto y mi madre comprendió el mensaje.

—Ándale, Yago, no estés sin hacer nada y tráele una cerveza a tu papi…

Me levanté cerciorándome de que mi pájaro estuviera dormido en su jaula. Tendí la mano para que mi mamá me diera el dinero y ella movió la cabeza, desaprobando, mientras lo buscaba en su bolso.

—Yo voy con el Nini, no se vaya a perder —dijo el Pandeado con airecillo burlón.

Desde que sucedió lo del callejón del Sapo, papi chulo y yo nunca estuvimos realmente solos. Fueron tres largos días, durante los cuales pasé por todo, miedo, angustia, inquietud, hasta irme haciendo a la idea de que lo visto se olvidaría. Ya se sabe cómo es eso, hacerse pajas mentales de que nada malo te puede suceder aunque sigas cayendo por un maldito barranco.

Atravesamos el balneario. No traíamos chanclas y cuando pisábamos el suelo de piedra mis pies se quemaban a rabiar, pero el Pandeado no parecía sentir el calor, por eso fingí no quemarme. Agradecí cuando nos tocó pisar otra vez pasto fresco.

—Así que vas a dejar la mota, Yaguito. —Me puso una mano en el hombro.

—Lo intentaré…

—Ahora ya es «lo intentaré». Bueno, da igual. ¿En qué te vas a entretener cuando la dejes?, porque seguro vas a andar todo tembloroso.

—Voy a pagar las materias de la prepa y a buscar un buen trabajo.

—¿En serio? —Dibujó una sonrisa. No me creía. Y hacía bien. Pero esa era mi forma de decirle que intentaría ser alguien de provecho y no causar problemas. Llevaría una vida tan ocupada que no tendría tiempo para andar divulgando asuntos que no eran de mi incumbencia.

—¿Qué materias debes, Yago?

Todo el mundo lo sabía. Mi mamá lo sacaba a colación por cualquier cosa. Lo gritaba frente a media humanidad. De todos modos, no quise discutir y se lo repetí:

—Química, física y matemáticas.

—¿Y por qué las reprobaste?

Carajo, ¿cómo iba a ponerme a hacer memoria de algo que sucedió hace mil quinientos siglos? Yo no daba una en ese tipo de cosas. ¿Qué más hay que saber? Durante la prepa lo único que se me dio bien fue la lectura. Leía novelas a pasto. Me gustaba de todo, desde lo clásico hasta lo guarro. Incluso si una porquería de historieta sentimental caía en mis manos, la leía gustoso. Vamos, leía tanto que un profesor comenzó a decir que yo hablaba como si fuera irreal, un personaje de un libro o algo así. También me gustaba apropiarme de palabras que se dicen en otros países y no en México. Algunos fulanos de la prepa comenzaron a apodarme el Personaje. Que se jodan donde quiera que estén.

—¿Entonces? ¿Por qué las reprobaste? ¿Ya no lo sabes?

—Porque no se me daban.

—Ya veo… ¿Y qué sí se te da?

—La literatura, la filosofía, el teatro…

—¿Qué tal la música?

El cabrón sabía bien que cuando intentó enseñarme a tocar la guitarra no pude poner los dedos sobre los trastos sin parecer un cuadripléjico. Y que mi voz era más desafinada que la de un guajolote pegando ruidos cuando su puta madre —la del Pandeado obviamente— lo perseguía para hacerlo en mole.

—No, la música tampoco.

—¿Y para qué te serviría la filosofía, digo, en caso de encontrar un trabajo? —Se detuvo frente a la isla y pidió dos cervezas bien frías; hacía un calor de muerte. No pidió nada para mí ni Teté ni Cynthia, el muy hijo de puta.

—Me servirán en la universidad si escojo alguna de esas áreas del conocimiento.

—Áreas del conocimiento —repitió burlona y rimbombantemente—. ¿Y en qué podrías trabajar, por ejemplo, si estudias Literatura?

—De profesor de Literatura.

—¿O sea qué no sirve más que para enseñarla?

—Puedo ser escritor. O dramaturgo. En la prepa tomé clases de teatro. No se me daba mal ser actor…

—Los escritores están locos —sentenció—. Se suicidan. Los actores son maricas. Y los filósofos tienen enfermedades de la sangre. Se acuestan con putas y terminan con pus en el cerebro…

—Puedo estudiar otra cosa y ser biólogo.

—No te imagino de biólogo.

—¿Por qué no?

—Pongamos que te la dan de supervisor en una fábrica de jabones. Y que llegas todo sucio como siempre andas. ¿Sabes qué podría pasar? Que te den una patada en el culo y a la calle. Lo grave sería que tu suciedad se le pasara a los jabones y la gente se infectara de la piel al usarlos. Entonces —advirtió enfático—, sí te vas a la cárcel. A la pinche cárcel por sucio y por pendejo.

Carajo, ¿y por qué un biólogo tendría que andar haciendo jabones?, pensé.

Me urgía acelerar el paso y librarme de ese pedazo de cerdo. Me tenía hasta los huevos con sus pendejadas.

—Admítelo, no tienes un buen plan de futuro.

—Lo estoy tratando de encontrar.

—Entonces pon los pies en el suelo y pregúntate para qué chingaos sirves. No qué te gusta. Para qué sirves. No, mejor vámonos más atrás. ¿Qué sabes hacer? En serio, Yago, ¿qué sabes hacer, aparte de sacarte los mocos de la nariz, comer sin pagar y pedirle dinero para la marihuana a tu pobre madre? —Se detuvo de repente, puso los dos vasos de cerveza en el suelo, se irguió y me miró como si fuera yo quien llevara mucho tiempo callado. Esperó dos segundos más. Dibujó una mueca de exasperación, y de repente me empujó con todas sus fuerzas a la piscina que estaba detrás de mí.

Cabe decir que fue a la parte más honda de la maldita alberca.

Ese hijo de la gran puta acababa de confirmar su teoría de que yo no sabía hacer nada. Comencé a dar manotazos y a sentirme como el cachorro al que el mal nacido colgó de una cuerda. Las veces que saqué la cabeza del agua lo miré bebiéndose uno de los vasos de cerveza hasta el fondo y luego comenzar con el segundo. A gañote limpio.

Uno se pregunta dónde están los salvavidas en esos momentos. Se lo pregunta rápido porque lo demás es ver la vida correr frente a tus ojos. Los bañistas —los había a pasto— no me hacían ni puto caso, supongo que pensaban que me hacía el idiota. Y tampoco es que yo pudiera gritar. Tragaba agua como si eso fuera a hacerme millonario.

¿Y si ya no saco la cabeza? Nunca aceptas que esa pregunta pasará por tu mente, pero pasa. Pasó por la mía. ¿Y si no saco más la cabeza? Punto finito a los ninguneos, al hartazgo de que la vida se resuma a alcanzar un montón de cosas en las que realmente no crees: coche, empleo, boda, boletos de viaje clase turista, cama en un hospital público si tu diarrea se vuelve incontrolable, música de salsa en el microbús, una pasta que impida que se te pudran los dientes aunque comas cosas hechas de petróleo sintético. No más de toda esa mierda. No más Pandeado sabelotodo, madre encabronada, hermana a quien educar sin que te lo pida ni agradezca. No más nada. No más yo...