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—¿Qué hice mal? —Mi mamá se sentó a la orilla de mi cama mientras yo dejaba en el puro esqueleto aquella enorme mojarra con su omega-3—. De niño te pegaba, cierto, pero es que me sacabas de quicio, Yago. Y la verdad no recuerdo haberte dado nunca en la cabeza. Sólo en los brazos y en las nalgas.

Mentía. Me atizó montones de veces con el cucharón en la tatema. Como para dejarme loco de verdad.

—¿Sabes qué quisiera, Yago? —Comenzó a sorber mocos y lágrimas—. Regresar el tiempo, hacer todo de cero. Prohibirle a tu papá que se hiciera linotipista. No se habría vuelto introvertido ni lo que siguió después, andar en las nubes cuando cruzaba las calles…

—No habrías conocido a Martín —me atreví a decir.

Se me quedó viendo como si fuera un asunto que no era de mi incumbencia. Y quizá no lo era, pero mi padre estaba muerto y el Pandeado vivo. Es duro entender los designios de Dios. ¿Cuántas veces el Pandeado no anduvo borracho en la calle y no lo atropelló ni una chingada bicicleta y, en cambio, a mi padre, por soñador, un conductor ebrio? Por otra parte, ¿qué hay de malo con ser linotipista? ¿Es mejor ser charro cantor? La puta gente y sus prejuicios. Era como si yo le hubiera dicho: «Sí, los linotipistas se distraen y a los mariachis les dan por el culo».

—Debí estar más con ustedes, hijo, pero tenía que trabajar de sirvienta porque tu papá se murió. Martín me sacó de eso. Es un hombre bueno… Qué enfermizo era tu papá. Martín piensa que lo sacaste de él. Yo le digo que no, pero ya no estoy tan segura. Ahora que lo pienso, no era nada normal que me llamaran de la escuela para decirme que te la pasabas en las nubes. Carajo, Yago. ¿Qué buscabas en las pinches nubes? Hubiera preferido que me dijeran que te agarrabas a moquetes con otros niños, no que eras un lunático. Pero no te preocupes. Te vas a curar. Buscaremos un remedio. Mientras tanto, tómate la medicina que te dio Krakauer. El hombre es origen alemán, así que sabe lo que hace. Los alemanes saben todo lo que hay que saber. No lo chingues como chingas todo, Yago. Me costó mucho que tomara tu caso. Me está cobrando un precio simbólico, tuve que causarle bastante lástima para que lo hiciera.

—Lo que quisiera es trabajar y ayudarte.

—Olvídate. No puedes. Nomás faltaba que te dé un ataque en el trabajo y tengas un accidente laboral. Si llevaras años, te indemnizarían, y eso estaría bien; pero como nunca has trabajado, lo que te toca es quince días de salario mínimo. Si así es difícil mantenerte, imagina en una silla de ruedas o algo así.

—Voy a terminar la prepa…

—Ay, hijo. —Me miró con una lástima infinita, como si contemplara a un imbécil queriendo ser científico—. ¿Y para qué?