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—¿Sabes lo que pienso de los talk shows, Teté? —A mi hermana siempre trataba de decirle las cosas en su cara (no como al Pandeado) porque, sinceramente, pretendía ser una buena influencia en su vida. Ella tenía trece años, un padrastro vanidoso que no la tomaba demasiado en cuenta, una mamá endiosada con el padrastro vanidoso que tampoco la tomaba en cuenta. ¿A quién le tocaba la tarea de darle cierto piso a la niña? Adivinaron.

Teté me miró por encima del hombro. Estaba acostada bocabajo con las piernas dobladas y los pies apuntando al techo mientras veía la televisión.

—No deberías ver ese tipo de programas, Teté.

—¿Por qué no?

—Por tu bien.

—¿Y tú qué sabes qué es mi bien? Es más, tú qué sabes qué es el bien…

Dejé correr otro minuto mirando esa telebasura y se lo dije:

—¿Lo ves? Se echan mierda unos a otros y la conductora habla como si fuera la única que tiene sentido común.

—Tal vez porque lo tiene.

—¿Cómo puedes creer que lo tenga?

—¿Y por qué no?

—Porque el sentido común sería decirles que arreglen sus cosas en privado, no frente a millones de personas a las que sus vidas les interesa un carajo. Podrían, no sé, discutir la bronca en un sitio donde nadie los juzgue.

—Entonces no habría programa, idiota, y ya cállate, no me dejas oír.

—Mi punto es…

—¡Ya, chingao! ¡Si no te gusta, lárgate de aquí! ¡Me amargas la existencia, Yago!