7

 

 

Los ojos de mi mamá parecían decirme: «Lo sabía, eres incapaz hasta de conseguir dinero regalado». Teté, indiferente, cenaba mirando la tele, sin ver qué se metía en la boca. Yo tenía los ojos en la puerta, esperando a ya saben quién, más bien deseando que el tipo hubiera tenido un accidente fatal y llegara un desconocido a darnos la noticia.

Cuando escuché la llave en la cerradura, el corazón me latió como una locomotora a punto de descarrilarse. Clavé la mirada en el plato de frijoles con arroz que estaba frente a mí cuando el Pandeado entró. No me hacía falta mirarlo para saber que era él. Tenía un olor particular. Además, respiraba con dificultad cuando vestía de mariachi. La ropa le apretaba más de la cuenta. Otra cosa: su uno ochenta y cinco de estatura no pasaba desapercibido. Se sentó a la mesa y mi madre le sirvió un buen trozo de filete. Todo el tiempo comía carne. Nunca una jodida verdura. Alguna vez, mirando uno de esos programas que hablan de la buena alimentación y recomiendan el consumo de vegetales, el Pandeado dijo: «Eso es para las vacas, no para los hombres. Y la col es mala, te daña las hormonas masculinas».

—Regresaste muy temprano, papi. —Así lo llamaba ella todo el tiempo, papi. Papi chulo, papi divino, papi mi amor.

—No hay trabajo, Juanita, afuera todo está muerto —dijo él, desencantado—. Bien pero bien muerto… Y cuando digo muerto me refiero a muy muerto.

Sentí que se me cerraba la garganta por su palabreja.

—¿No agarraste nada entonces?

—Un cumpleaños, pero nos sacaron pronto de la fiesta. Tres canciones y a chingar a su madre.

—Ay, papi, ¡qué mala suerte! ¿Y ahora?

—Ahora nada. Mañana a ver qué sale. O en septiembre, se vienen las Fiestas Patrias y nos reponemos. Fíjate que en el cumpleaños al que fuimos a tocar había un viejecito mariachi que tocó con Pedro Infante. ¿Te imaginas, Juanita?

—¿En serio, papi?

—En serio, pobrecito, ya un carcamal que tiene las horas contadas…

Me atreví a alzar un poco la cara, pero antes de que él me viera volví a clavar los ojos en el plato. Mierda, no sé por qué, pero en ese momento pensé en el condón que había visto en la cama de Yumi. Y luego, ya no sólo en el preservativo, sino en su cara abotagada mientras me presumía su salud mental. Me pregunto por qué la mente es tan indomable. ¿Por qué uno tiene que pensar cosas inoportunas? Una vez, en la Funeraria Matamoros —la del tío del Abono— pensé en la masturbación, esto mientras una mujer lloraba desconsolada preguntando los precios de los ataúdes. Quizá en ese momento, frente al Pandeado, mi mente se iba a otra cosa a causa del pánico, pánico a un cabrón malnacido que sólo come carne y que te colgaría de una viga del patio como a un perro callejero.

—Tengo bien mal la garganta —se volvió a quejar—. Ya no estoy dando los agudos.

Presumía ser barítono. Una vez discutió con un mariachi sobre tenores y barítonos. Según parece, los barítonos tienen la voz más grave. La mayoría de los hombres son tenores. Aquel mariachi era barítono y el Pandeado no lo ponía en duda. Lo que defendía era su derecho de serlo también. Pero aquel se burlaba y le decía que engrosaba la voz adrede. Estuvieron a punto de agarrarse a chingadazos por tal cosa.

—¿Por qué no vamos a Guanajuato, papi rey? Para que te quites de este aire contaminado del Distrito Federal y se te aclare tu gargantita chula.

—No lo sé, Juana. —El pedazo de porquería se encogió de hombros; lo miré de reojo—. Néstor dice que él me reemplaza por un tiempo haciendo la segunda, y que yo descanse la voz tocando la trompeta… —A pesar del miedo que me recorría el espinazo, me hizo sonreír eso del Pandeado tocando la trompeta.

—De todos modos vamos a Guanajuato, papi, así ves a los compadres. Hace mucho que no ves a los compadres. Los compadres te quieren y te admiran desde que saliste en la tele.

Eso había sucedido hace mil años, en un programa de poca monta. El Pandeado no fue más que uno entre veinte mariachis que acompañaban al cantante principal.

—Es lejos Guanajuato. Donde sí podríamos ir es al Hoyo. ¿Quién se apunta?

—¡Yo! —dijo Teté.

(De mi parte, silencio).

—Te está hablando tu papá, Yago…

—Sí, está bien…

—¿Está bien qué? Míralo a los ojos y respóndele.

Alcé la cara. Su mirada me penetró hasta el otro lado del cerebro. Tuve la certeza absoluta de que me había reconocido en el callejón del Sapo. Pero aun así me dije, no Yago, son tus jodidos nervios. Estaba oscuro. Y éste y el otro estaban demasiado metidos en su malabar como para reparar en ti. Si ahora te está viendo con rencor no es cosa nueva. Siempre ha sido así, incluso desde que te lo presentó tu madre. Tenías siete años y sentiste su mirada de envidia, recuérdalo, tenías el yoyó rojo en la mano y te miró como si él jamás hubiera tenido un yoyó rojo y quisiera arrebatártelo y romperte los dientes con él.

—Tengo algo que decir —escupí de repente—. Voy a dejarla…

Se miraron entre sí, desconcertados.

—La hierba. Voy a dejarla. Me hace ver cosas que no existen, cosas que no pasan. —Me dieron ganas de morderme la lengua. Lo que estaba diciendo equivalía a: «Te vi, papi chulo, te vi dejando que Néstor te pusiera de cara a lontananza, pero no te preocupes por nada, papi lindo, papi bendito, fue pura fantasía provocada por la hierba que acostumbro fumarme».

Por fortuna, nadie creía en mí cuando decía voy a hacer esto o voy a hacer lo otro. Cada cual volvió a su asunto. Mi madre y el Pandeado a la escasez de trabajo, Teté a revolver la comida en el plato como si le hubieran dado bazofia a una princesa. Uno a uno, se fueron de la mesa. El Pandeado a afinar la voz al baño (era la muerte escucharlo). Teté a hacer tareas a pesar suyo. Mi mamá a lavar los platos sucios.

Yo me quedé solo, revolviendo con la cuchara los frijoles y el arroz, maldiciendo mi suerte, mirando a ratos la foto del abuelo en la pared. Pobre viejo, estás muerto. ¿Por qué pobre? Diste el salto. Escapaste de Gran Chirona, del carnaval del mundo.