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Una mañana llego a la esquina y veo a Chucho sin la maleta y con cara de angustia.

—Te estaba esperando —me dice—. Tengo que ir a Santa Clara. A mamá le van a quitar un riñón. Te encargo el changarro, cabrón. Cuidado con esos pendejos de Sánchez y Sánchez. Si vienen a chingarte, háblale a Palazuelos. —Esta vez me dio su tarjeta—.Y no hagas clientes que no conoces. Pueden ser agentes encubiertos. Sólo mantén las cosas como están. ¿De acuerdo?

Esta vez tuve curiosidad:

—¿A ti alguna vez te han pescado? ¿Los conoces en persona?

El rostro de Chucho se contrajo como si le hubieran metido un nopal en el culo.

—Sí, una vez. Pero es mejor que no sepas lo que me hicieron esos cabrones. Además, no tengo tiempo de contarte. Ya quedamos.

—No hemos quedado en nada. ¿Cuánto voy a ganar?

—Si serás hijo de la chingada. Te estoy diciendo que le van a quitar un riñón a mi madre.

—Pero tiene dos.

—Vuelves a decir una de esas y le encargo el changarro a otro pendejo.

—Era broma.

—Ni como broma cabe.

—Todo saldrá bien, no te preocupes.

—Tampoco me des por mi lado. Tú no conoces a mi madre.

—Todas las madres son iguales. Su amor es más peligroso que el odio del Ayatolá Jomeini.

—Esa frase la leíste.

—De todos modos no cambia que sea verdad…

—Eres un pendejo, Yago. Tu madre te parió, le debes gratitud. Ahora vamos a mi depa para que te entregue la merca y la contemos.

Su casa era un cuchitril. No entendí qué hacía con el dinero que ganaba. Olía a calcetines sucios y tenía un hurón que se cagaba por todas partes. Me dio la maleta y una bolsa con cajas de medicinas. Parecía que me estaba entregando a sus hijos. Cada Nitrazepam, Prozac, Wellbutrin y Paroxetina era un bebé que ponía en mis manos. Luego volvió al tema de su madre. Me contó otra vez del abandono, pero que ya no le importaba. Luego habló de sí mismo. De su locura. Dijo que la locura era un regalo divino, pues lo había hecho madurar como persona. Daba gracias al cielo de no haber muerto cuando quemó su propia casa. (Nunca mencionó que su abuela estaba adentro). Su recompensa —según él— fue encontrar el oficio de vender medicinas. Hablaba de eso como si fuera un trabajo honesto. Me recordó a esas putas del parque, que siempre dicen: «Dios quiera me caigan varios clientes este día».

Me pareció que no era mala idea cuestionarlo. Le dije que lucrábamos con la desgracia humana. Abrió los ojos como platos.

—¿De qué me estás hablando, ojete? Explícate porque no te entiendo. ¿Cuál desgracia humana y a qué te refieres con que lucramos? —Se le comenzaron a dibujar las venas en el cuello, se le veía sulfurado y lo peor es que descubrí cerca un bidón que podía tener gasolina.

Pero ya no pude dar marcha atrás:

—Les pagamos una mierda a los locos por las medicinas. Ellos las venden por necesidad; pero como no las toman, se ponen mal. Sobre todo los esquizos, que comienzan a hablar con sus amigos invisibles y terminan aventándose a los coches.

—¿Eso piensas, Yago?

—Digamos que sí.

—Digamos la verga. Eso piensas, ¿sí o no?

Asentí, comenzando a dudar.

—Te voy a contestar nada más por decencia, culero. Primero, nadie obliga a los locos a vendernos sus pastas. Segundo, les sirven a otros, es decir a los que me las compran después. —Su gesto se estaba poniendo duro y no parecía querer tener ningún tipo de debate—. Y tercero, si te parece que soy una mierda que lucra con la… ¿cómo le dijiste? Desgracia humana, entonces por qué me ayudas.

—Por eso hablé en plural. Dije lucramos.

—Fíjate nada más, cabrón. Si yo soy una mierda tú eres mierda doble, pues yo no sabía que lucraba y tú, sabiéndolo, lo sigues haciendo. Qué poca madre tienes, Yago… ¿Sabes qué? —Se rascó la cara—. Creo que mejor no te dejo a cargo de la lucrada humana.

La había cagado. Intenté dar marcha atrás.

—Sólo pensé que al aceptar que lo hacemos es una forma de no ser hipócritas.

—¿Entonces es mejor ser cínicos?

—Bueno, no, pero…

—¿Sabes qué? Tu pedo es que tienes muy bajo coeficiente intelectual, Yago. Por eso todo mundo te chinga. No sabes ni lo que dices. Te haces ideas chaquetas de la vida. Vas dando tumbos de aquí para allá. A la puta deriva como barquito de papel. ¿Piensas que soy como tú? No lo soy, Yago. Para tu información, he ido ahorrando. Por eso puedo darme el lujo de ir a Estados Unidos y ver a mi madre y darle para que le quiten el riñón malo. Es más, podría dar el enganche de un departamento. ¿Cuánto has ahorrado en lo que llevas trabajando conmigo? Ni un puto peso, ¿verdad? Te lo gastas todo en hierba y alcohol. Debería darte una patada en el culo por lo que me acabas de decir, porque de verdad me ofendes, pero no te quiero dejar más jodido de lo que ya estás. Olvidemos que tuvimos este mal rato. Ponte a trabajar, no te salgas del esquema y cuando regrese hacemos cuentas.

—¿Cuándo vuelves?

—En dos meses. ¿Por qué?

Moví la cabeza.

—Podría regresar de repente —me advirtió.

—Cuando tú quieras.

—Desde luego que cuando yo quiera.

—Eso dije. Tú decides cuándo regresas.

—Entonces, todo está en orden. No pierdas la tarjeta de Palazuelos.

—Aquí la tengo. —Me toqué un bolsillo.

—Pues no te olvides de hablarle si ves llegar a Sánchez y Sánchez. Que no te agarren cagando.

—No lo olvidaré.

—Ten diez ojos en las espaldas, cabrón.

—Los tendré.

Me pidió que lo acompañara al aeropuerto. Yo no quería, pero la discusión me dejó en desventaja y sentí que el tipo podía cambiar de opinión y no dejarme encargado el changarro. Así que lo ayudé a empacar una maleta donde metió sus camisas con olor a sebo y ropa interior a pasto.

Paramos un taxi. En el camino todo fueron variantes de ese mismo tema, de cómo su trabajo le hacía pagar esto o aquello y no ser un parásito social como yo.

En cuanto lo vi pasar por el área restringida a pasajeros, me sentí libre de él y, francamente, deseé que el avión se fuera a pique y el cabrón muriera junto con toda la basura que me había dicho, y si fuera posible, con algunos cuantos políticos. Si en ese mismo avión por casualidad iban los Krakauer y los que me frieron el cerebro, la cosa hubiera sido redonda. Pero Dios nunca es tan espléndido.