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En cuanto puse un pie en la calle me vine abajo. Estaba en bancarrota, pero no tenía hambre ni frío. Hambre no porque no hacía ni tres horas —antes de fumar mota— había comido tacos hasta reventar. Frío menos porque era verano. Lo curioso es que cuando uno no trae ni una puta moneda rinconera en los bolsillos siente hambre y frío como si viviera en un campo de concentración; esas ideas nacen de los engaños de la mente. Me gusta el tema de la mente. De haber pagado las materias de la prepa habría estudiado psicología. Pero la vida le pone sobreprecio a los propósitos. Trampas para que la mayoría no consiga llegar a ningún sitio. ¿O de qué otro modo llamar a que debes enfrentar el triunvirato de la muerte? Física, química y matemáticas. No sirven para nada. Un día se lo dije a un profesor y se puso como energúmeno. «Las matemáticas están en todas partes», respondió orgulloso. Seamos sinceros, con sumar, restar, multiplicar y dividir basta. ¿Para qué carajos te zampan las ecuaciones y derivadas, las nociones de cálculo diferencial, la raíz cuadrada? Muchos no van a ser pintores y nadie les mete seis años de artes plásticas aunque «el arte esté en todas partes». Dicho sea de paso, hubiera preferido que me metieran seis años de pintura o teatro, aunque tampoco sirviera de nada, al menos la habría pasado bomba.

La realidad es esa. Trampas de la vida, coladeras para que cientos nos vayamos al infierno. Cuando le digo esas cosas a Herodes dice que estoy demente y que se me va a agusanar el cerebro de tanto pensar. El Abono tampoco me entiende, pero mi labia lo engatusa. Hay que reconocérselo.

Eché a andar hacia el parque. Quería ver a Yumi. Yumi siempre estaba borracha. Y cuando digo borracha no son tonterías. Era capaz de atrancarse un litro de alcohol. Los estragos se le notaban a cien metros de distancia. De joven no debió ser fea, pero tantos años de trago le habían hecho una especie de cirugía en el semblante. Lo tenía cuajado de cicatrices a flor de piel. La madre de Yumi era china. De ahí los ojos rasgados. Hay que ser justos, así como su cara era un asco su cuerpo era muy aceptable.

Siempre la encontrabas discutiendo con los borrachines del parque. Tenía buen corazón y de noche les dejaba media botella de alcohol para el frío o les conseguía cobijas. Parece cualquier detallito, pero el frío y el viento te pelan a las tres de la mañana y las ratas nalgonas corren de aquí para allá. Los borrachines balbucean dormidos. Dicen tonterías y se les escapan algunas palabras que te hielan el corazón. «¿Y la cena, mujer?». «¿Ya es Navidad?». «¿Por qué no me quieres, mamá?». Y tal.

Hay que decirlo también, Yumi era más puta que las cuatro letras juntas. Juraba que no cobraba pero después les pedía a sus hombres una «aportación económica», según ella para cierta asociación del despertar de la consciencia universal. Yo, como cualquiera, le había sacado ruidos al colchón con Yumi un par de veces, pero eso era cosa del pasado y nunca lo mencionábamos.

Otra cosa, es de vergüenza reconocerlo, Yumi me regalaba dinero. Cuidado. No estoy diciendo que como a un padrote. Le nacía ponerme en la mano cien pesos y, aunque no me lo crea ni Dios, era en plan pariente. Mi hipótesis se refuerza porque le llegué a contar que, de los pocos recuerdos que tenía de mi papá biológico era que de niño me guardaba un billete en el bolsillo: «Un hombre nunca debe andar sin dinero», me decía. Según yo mi historia conmovió a Yumi. Tampoco puedo asegurarlo.

—¡Yago, sicario, hay que matar al presidente!

Era el Abono, apareció detrás de mí. Así que me olvidé de buscar a Yumi en el parque y seguí de largo. Tenía por regla no dirigirle la palabra al Abono cuando comenzaba a chupar la mona de solvente. En sus cinco sentidos, y hasta marihuano, parecía un tipo normal, pero cuando el solvente le comía el seso decía pendejadas al por mayor, se te iba encima besándote la boca y mordiéndote los brazos. Ya en sus cabales no recordaba ni mierda, pero tú tenías unos cuantos moretones en el cuero y el recuerdo de su boca fétida.

—¡Yago, sicario, hay que matar al presidente! —aulló de nuevo.

Aceleré el paso, encontré a los mariachis en la esquina. Corrí mirando atrás para ver si me había librado del Abono. Venía corriendo. Giré deprisa y casi tiro a uno de los mariachis. Me lanzó un piropo:

—¡Fíjate por dónde vas, pendejo!

Llegué al callejón del Sapo, uno de los mejores escondites que conozco, pues tiene una especie de hueco en la pared, justo a la mitad. Me escondí ahí poniéndome plano.

—¡Yago, sicario! ¡Ya te vi, cabrón! ¿Cuándo vamos a matar al presidente? ¡Tenemos que matar a todos los presidentes del mundo! —Su voz tuvo un tono tan lleno de rabia que me heló la sangre. Es cómico decirlo, pero el primer lugar donde el miedo se siente es en el culo. No sé por qué la señal de alerta surge en esa parte del cuerpo.

Decidí quedarme en mi sitio y recibirlo con una patada en los bajos fondos. Por otro lado, tuve que reconocer mi gran poder de convencimiento, el tipo se había creído mi rollo, vuelto un seguidor o algo así, como los que ponen bombas porque otros se los dicen y las hacen estallar en medio del tumulto. Y pensar que todo ese rollo de las bazucas y los rifles lo acababa de ver en el Internet.

Pasaron los minutos. Asomé la cara. El Abono se había largado. Saqué un pie afuera del hueco y lo recogí enseguida al ver que dos mariachis aparecían en el extremo del callejón. Los escuché golpearse contra unos botes de basura. Pelean, me dije. De pronto los ruidos parecían ser de otro tipo de trifulca. Lo comprobé cuando los jadeos y gemiditos se tornaron ansiosos, urgentes y cariñosos. Salí del escondite, de puntitas, pensando alcanzar el extremo opuesto del callejón, pero di tres pasos y resbalé con algo baboso y me di un buen golpe contra unos malditos botes de basura.

Me puse de pie y tuve el mal tino de mirar atrás. Ahí estaba el Pandeado, empinado de cara al horizonte, entre las piernas tembleques y excitadas del otro mariachi que lo embestía a placer. Ese otro era Néstor, el tipo del guitarrón.

Carajo. Corrí como gacela, preguntándome si me habrían reconocido.