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Ni mi mamá ni Teté me preguntaron qué había hablado con el loquero. Supuse que éste les había pedido tacto y discreción. Saliendo de ahí me trataron con pincitas. Lo único que mamá dijo fue un «todo estará bien, Yago». Se le quebró la voz al decirlo. Pobrecilla. Luego, en un tono de falsa felicidad, propuso que fuéramos a (¿celebrar?) a una fonda. Teté nos contó detalles de una excursión con los de la secundaria; cuando le preguntabas algo de su vida, te hacía muecas como si fuera una actriz famosa a la que no le mereces ni el saludo, pero ese día estaba hablantina.
El primer logro que conseguí, gracias a mi ataque, fue no volver a acompañar al Pandeado a talonear la banqueta. Pero no canté victoria. El loquero ordenó que me hicieran análisis clínicos. Sangre, orina, excremento, función tiroidea. Búsqueda de enfermedades de transmisión sexual, dopaje, y otras linduras. Prácticamente, durante tres semanas me la pasé de conejillo de indias. Soporté sacar fichas en el Seguro Social y verme en medio de marabuntas humanas. Eso sí que logró deprimirme. Seguido me encontraba a un tipo que tenía una sonda conectada al vientre para poder orinar en una bolsa. La primera vez que lo vi me preguntó la hora; luego, ya no me lo pude quitar de encima. El día que me mostró la barriga pinchada casi echo la pota en sus pies. Me contó que había sido policía y que de un tiro le provocaron incontinencia. «Tienes suerte», me dijo, «eres joven y sea lo que sea te vas a curar. Pídeselo a Dios. Yo eso hago y no me deja de su mano».
Se puede decir que ir al Seguro y hablar con el psiquiatra se convirtieron en mi verdadero empleo. Si me lo hubieran pagado habría ganado montones, hay que reconocerlo.
El loquero me hizo más preguntas que incluyeron mi vida sexual, mis aficiones, mis sueños, mis estados anímicos y la relación con mis padres. Mentí lo mejor que pude, pero no al hablar de mi abuelito y papá. No había razón para mentir sobre ellos. ¿Qué se puede inventar de la gente decente? Nada, a menos que seas un hijo de puta.
Comencé a temer estar enredando las cosas al ver tanta información en la Web. Quizá daba síntomas de enfermedades opuestas.
Visité a Herodes en espera de su sabia orientación.
El cabrón pelirrojo le habló a Chucho Lerma. No me gustó que lo inmiscuyera. El tipo llegó en diez minutos. Era de esa gente que siempre tiene salivas en las orillas de la boca. Le calculé treinta, aunque quizá tenía los cuarenta, pero por flaco parecía más joven.
—Para que sepas dónde estás parado, Yago —dijo con una voz muy docta—, los neuróticos construyen castillos en el aire, los sicóticos viven en ellos y los loqueros cobran la renta.
—¿Y qué se supone que soy yo?
—Has ido perfilando un sicótico en toda regla.
—¿Qué tipo de sicótico soy?
—Estás entre el bipolar y el maniaco compulsivo.
Hablamos de la locura un buen rato. El tema me pareció apasionante. O tal vez la forma en qué Chucho contaba las cosas. Era un tipo inteligentísimo. Eso le dije a Herodes cuando nos quedamos solos.
—No te vayas con la finta —me dijo—. Está loco.
—¿En sentido figurado?
—En sentido estricto. Una vez quemó su casa con su abuela adentro. Pero todo quedó como un accidente.
—Mierda.