El sol se ponía y Lorette disfrutaba de su despedida mirando el horizonte. Cielo entumecido de nubes lentas y pacientes, pintado del tapiz multicolor del anochecer. La joven seguía esperando su cita, preparando a conciencia su mente y su corazón para enfrentar la dureza del futuro inminente.

A lo lejos las campanas sonaban; eran las seis. Era la hora. Humedeció unos labios secos y se cubrió el cuerpo con la gruesa capa de piel que colgaba de su espalda. El invierno había llegado con fuerza a la ciudad de Barcelona e impregnaba la costa con sus frías bocanadas de aire gélido. Se levantó y se calzó de nuevo, intentando evitar que los granos de arena se escondieran entre sus prendas. Cerró los ojos y pensó en su padre. ¿Aceptaría él su plan? ¿Lo entendería Gryal? Se dio la vuelta. Y lo miró, a él; el apuesto Antoni Fortuna.

Le había costado concertar una cita con el desalmado general, que seguro no había olvidado su salvaje intento de violación. Fortuna temía el odio y el desdén de Lorette, y esperaba el momento más adecuado para volver a verla, a sabiendas de lo mal que había hecho las cosas. Ahora que el padre de Lorette ya no podía enfrentarlo tenía que buscar el modo de recuperar su confianza. Pensó que quizá en frío, quizá con el tiempo... Pero la suerte llegó por sí sola, sin necesidad de usar el engaño o la virtud. Fue Inés, la fiel amiga de Lorette, la que se encargó finalmente de organizarlo todo, argumentando que el corazón de una mujer es como una tormenta de verano, fuerte e impredecible.

Avanzaron, él desconfiado y prudente, consciente de lo inesperada que resultaba su conquista; ella, silenciosa y sonriente, asida de su brazo con inaudito cariño, como si hubiera olvidado de repente todo el mal que le había causado, como si no importase que él la hubiera golpeado o la hubiera intentado forzar.

-Lorette, yo... - dijo el general con voz tímida y atribulada-. Sinceramente, no entiendo nada.

-No hace falta que entendáis, mi amado general - respondió ella mirando al mar, buscando valor en el suave oleaje-. Mi padre ha muerto y Gryal, vivo o no, no ha vuelto a por mí... Estoy sola, Antoni, y necesito vuestro compañía. ¿Podéis darme eso?

Él detuvo sus pasos y la agarró por los hombros. Sostuvo sus ojos claros en la brillante mirada de la joven y acarició con dulzura su mentón.

-Puedo daros todo lo que me pidáis - murmuró-. Todo.

Los ojos de ella rompieron a llorar, llenos de rabia y vergüenza. El calmó su llanto con un beso suave y tierno. Los labios se fundieron y Lorette cerró sus párpados para ahogar su desidia en la nada de unos ojos ciegos. Pero el corazón no necesita ojos. Escuchó una gaviota chillar, sintió la brisa del mar sobre lágrimas de sal y las manos fuertes de Fortuna rodeando su frágil cuerpo de mujer. El la abrazó y ella liberó su llanto, sin dejar de repetir en su mente, una y otra vez, su odioso plan. Un plan que eran palabras de su padre, leídas tras su muerte con los ojos de una joven huérfana con el corazón roto:

«La obsesión por Lorette es la verdadera razón por la que debemos temer al general Antoni Fortuna.» decían las notas.

«Sólo se detendrá si la consigue.»

 
La maldición de Gryal
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