Lorette paseaba relajada por la playa de Barcelona. Le gustaba sentir en los pies el placer de la arena caliente. El sol de la tarde caía sobre su cuerpo, que ardía en deseos de remojarse, mientras escuchaba melancólica las olas descargar su tímido movimiento.
Se ató las sandalias tras vaciarlas de arena y se colocó bien las faldas. Salió de la playa con el aroma de la sal en su nariz, el pelo removido y las manos blanquecinas de jugar con tierra. Y allí, frente a sus ojos, estaba la figura de Antoni Fortuna, el nuevo general de la milicia, acompañado de cuatro soldados armados. El recién llegado vestía capas blancas sobre una armadura pectoral de cuero tachonado. Llevaba el cabello recogido y el rostro afeitado. Ella no esperaba ni deseaba su presencia, quería pasear sola y tranquila.
-Buenas tardes, Lorette, os estaba esperando.
-Buenas tardes, general Fortuna - no estaba muy ilusionada, casi ni le miró, pero mostró cortésmente una media sonrisa.
-Quisiera hablar con vos mientras disfrutamos de un relajado paseo. ¿Qué os parece?
-Como deseéis.
Se comportaba de forma educada, siempre dispuesta a que su interlocutor se sintiera bien. Hablaba con voz templada, moderada, y evitaba cualquier gesto que pudiera ser malinterpretado. Los soldados que acompañaban a Fortuna se quedaron al margen, guardando una prudencial distancia. El le tendió la mano. Ella, sintiéndose obligada a complacerle, la aceptó y pasearon asidos desde ese momento. La mano de Fortuna cubría la de Lorette, más pequeña, entrelazando sus fuertes dedos con los largos y delicados de la mujer. La miró y, al comprobar que desviaba su vista, se irritó ligeramente.
-Os debéis estar preguntando qué razones me han llevado a veros.
-La verdad es que no os esperaba, mi general, así que ciertamente las desconozco... pero presumo que no tardaréis en contármelas - respondió sin mirarle, algo ausente.
-Vengo a deciros que podéis contar con mi persona cuándo y cuanto lo deseéis. Gracias a mi nuevo cargo puedo protegeros a vos y a vuestra familia ante cualquier desgracia o problema, y asistir y complacer todas vuestras peticiones.
-Gracias.
La indiferencia de Lorette irritaba cada vez más a Fortuna, que buscaba una ocasión para presumir de su nuevo rango, decirle que sería ese caballero al que necesitar, recordarle que nunca la dejaría sola, que daría su vida por ella. Pero su vínculo con la mujer parecía nacer y morir en esa mano tierna que tenía entre los dedos.
-Mi apreciada Lorette, me tenéis preocupado. Hace días que os observo, y veo que seguís distraída y triste.
-Sufro por mi padre y echo en falta a mi amado. ¿Puede vuestro nuevo cargo devolverme a Gryal?
-Veamos... Gryal está muerto, Lorette. Creo que va siendo hora de superarlo - siempre lo mismo, siempre Gryal.
-Mi padre lo duda.
-¡Vuestro padre es viejo yvive preso de fantasías! No podéis dejar que los sueños de Don Juan os arrastren consigo. Escuchadme...
Fortuna empezó uno de sus discursos, visiblemente contrariado. Ella intuyó que le hablaría de superación, de muerte y dolor. Evitó escucharle con atención pues conocía el contenido; que debería asumir la verdad, madurar, superar la falta de su amado. Su insistencia la saturaba. Y Lorette ya no percibía sus palabras, no oía su voz, sólo sentía en su mente el eco del pasado. Abrumada, dejó que su corazón navegara por sueños y recuerdos.
Su mente viajó años atrás...
Lorette esperaba ansiosa la llegada de su padre. Sentía sonrojar sus mejillas por el frío, bajo la brisa fresca que arrastraba el mar esa mañana de invierno. Buscaba a su progenitor entre la muchedumbre que colmaba el puerto de Barcelona; hasta que su mirada se cruzó con Gryal y ya no pudo apartarla de él. Ese día vio su cara por primera vez y nunca, ni una sola noche desde entonces, pudo borrarla de su mente. El carismático joven llegaba de la que había sido una de sus primeras misiones, seguido de varios soldados, todos amigos y fieles a su capitán. Sonreía desenfadadamente, sin complejos, avanzando a paso seguro. No era el más alto ni el más bajo, pero estaba al frente. Los rizos de su cabello colgaban rebeldes sobre una mirada profunda. Pasó junto a ella sin mirarla, riéndose con los amigos, vestido con ropa sucia y rota. Lorette lo siguió con las pupilas, persiguió su figura en el entorno, resistiendo la posibilidad de perderlo de vista. Gryal detuvo de pronto la marcha y se giró, volviendo hacia ella el rostro de barba descuidada, intencionadamente, con calma... y la miró, quizá un segundo, quizá cien, quizá una eternidad... y entonces, Lorette supo que amaba esos ojos.
Otro día llegó a su mente. Era una tarde de domingo, la primavera había conquistado las calles y la chica, quinceañera, paseaba rebosante de alegría por las callejuelas de Barcelona, asida al brazo de su amiga Inés. Se dirigían, como solían, a una de las clases del maestro Guillem. Pero algo distinto sucedió esa ocasión. Encontraron a Gryal sentado junto a la entrada, intentando leer en voz baja un arrugado y amarillento papel que tenía entre las manos. Se rascaba el cuello nerviosamente, tenso, y no se percató de la llegada de ellas. Recordó en su momento que fue Inés la primera en hablar con el joven capitán para preguntarle qué razones lo habían llevado a sentarse en la puerta de Don Guillem. Sorprendido por la pregunta, respondió que tenía interés en aprender a leer, pues era un conocimiento que su general, Juan de Castilla, valoraba sobremanera. Por desgracia, el maestro no recibía ni enseñaba nunca a gente de su calaña; pobres, olvidados, meros milicianos con pretensiones, así que se postraba siempre que podía ante su puerta para escuchar a escondidas sus clases. Desde entonces, Lorette quedaba casi cada tarde con el joven, al que enseñó a leer y a escribir; y convenció a su padre de que mostrara a todos sus hombres cómo hacerlo si tanto valoraba ese saber. Se reunía con Gryal en el banco de una solitaria plaza de arena y árboles, la que muchos llamaban «la plaza de la seta». Durante esos días, las tardes pasaban en segundos y los segundos eran instantes de rebosante placer para la muchacha. La voz, el olor, la risa, todo en Gryal parecía diseñado para conquistarla. Adoraba su carácter sencillo, honesto y transparente, el tono cálido de su voz, su porte confiado, su estilo directo... Y ella no podía hacer más que relajar sus defensas e iluminar la mirada al verlo. Sentía como su frágil corazón de chiquilla palpitaba de emoción cuando se encontraban y se atormentaba sin necesidad cuando se despedían.
Un tercer día amaneció en su mente. Era el veintitrés de abril de una de esas tardes y Gryal la acompañó a casa. Ella, presa de la ansiedad que el joven causaba en su ilusionada y soñadora mente, siempre quería despedirse con rapidez, mitigando ese momento de tortura en el que él le daba un tierno beso en la mejilla. Pero esta vez el joven de pelo rizado no quiso despedirse. Acarició con sus manos el mentón de la muchacha y persiguió con los dedos el cabello tras sus orejas. Repasó la silueta de sus lóbulos hasta rozar el rostro, dejando que el dedo sinuoso muriera en la comisura de sus labios temblorosos. Ella lo miró, recordó haber clavado los ojos perlados en las dilatadas y penetrantes pupilas de Gryal y no poder apartarlos jamás, ni aunque debiera, ni aunque quisiera. El tampoco dejó de mirarla, amenazador, anunciando sus intenciones, advirtiendo con sus gestos que no se detendría. Inclinó su fuerte cuello y acercó el rostro. Sentían cómo sus nerviosas respiraciones palpitaban de ansiedad, de miedo, de emoción. Los labios de Gryal rozaron con dulzura la boca de Lorette, como aquel que sella y mima aquello que es suyo, para luego fundirse en un rojo y ardiente juego de besos apasionados. El sabor de la lengua de él acarició los más sensibles rincones de la suya, para moverse al son de un abrazo, entre gemidos agitados y desatados suspiros de amor. Nunca olvidaría ese beso. Nunca olvidaría a Gryal. Y ese mismo día, sin saber ni querer evitarlo, sin siquiera pensar o dudar, se cercioró de aquello que tanto tiempo sabía que sentía. Abrió los labios con miedo y, en un ligero susurro, le dijo, al fin... «te quiero».
-¿Lorette? ¿Me estáis escuchando? - interrumpió Fortuna. Su voz detuvo los recuerdos de la joven-. ¿Qué decís a mi pregunta?
Ella no supo qué decir, pues no había escuchado nada de su verborrea. Miró detenidamente el rostro altivo del general Fortuna, que esperaba una respuesta. Sin duda era un chico atractivo, muy alto, siempre bien afeitado, que la miraba apasionadamente, con ojos grises y bellos. Entonces, a sabiendas de las intenciones del general, se preguntó qué le impedía olvidar a Gryal, y qué le impedía amar a Fortuna. Estaba harta. Supo entonces qué era amar, qué era el amor, y si ambas cosas no serían eternamente propiedad de Gryal.
Hastiada, decidió zanjar la banal conversación que mantenían.
-Debo irme, general Fortuna.
-Pero si todavía no habéis respondido a mi pregunta, Lorette.
Su voz y su presencia, antes agradables ahora insistentes, la irritaban. Lo tenía decidido. Sería Gryal o nadie. Solamente... Gryal.
-Antoni Fortuna... Olvidaos, ¿me oís? ¡Olvidaos de mí!