El sol vespertino le bañaba los cabellos rizados y castaños, que brillaban riéndose del mar. El viento los acariciaba y ellos bailaban sin pudor dejándose llevar por la melodía de la brisa del puerto de Barcelona. El agua salada de sus lágrimas le humedecía de nuevo los labios, confundido su sabor con aquel que, segundos antes, los bañaba de amor. Se despidieron en el rompeolas, donde se cruzan las vidas y acaban los mares, donde despiertan los sueños del día y la noche. Los rayos, insolentes, se filtraban entre las nubes y doraban las velas del barco, que emprendía viaje; un viaje que demoraba historias que nunca debieron ser olvidadas.
Lorette, apoyada sobre la fría baranda que la separaba del abismo, se dijo que no quería cerrar los ojos por miedo a despertar y ver que todo cuanto sucedía estaba ocurriendo realmente. Por temor a que el destino se estuviese mofando de ella tras ser plenamente feliz.
Todo había empezado algún tiempo atrás, cuando un audaz soldado que servía a las órdenes de su padre había quedado prendado de los encantos de la joven. El carismático miliciano, un aguerrido guerrero, ascendió en rango con la misma presteza con la que conquistó el corazón de la hija de su general. Gryal era el capitán más célebre de la ciudad y a temprana edad ya cosechaba un portentoso número de victorias. Con ello, no había tardado en suscitar la envidia y el odio de sus superiores. Una mañana, el general Juan de Castilla, padre de la mestiza Lorette, trazó una estratagema para deshacerse de él. Por supuesto, nada de ello sabía Gryal, que zarpó entusiasta ese mismo atardecer hacia Italia, donde un carruaje le esperaría para llevarlo a las salvajes tierras de Regensburg.
La vida estaba llena de acciones que desdeñaban todo atisbo de cordura y bondad. Lorette no sospechaba de las intenciones de su padre respecto a su amado. Ni su padre sabía tampoco del amor que había arraigado en el corazón de ambos. La felicidad y el destino de los tres marchaban en ese barco, sin que ninguno fuera plenamente consciente de lo que estaba acaeciendo.
Las gaviotas chillaron anunciando que el buque, como el sol, se despedía de las rocas y se adentraba en lo ignoto. El azul del mar se reflejaba en sus ojos; cruzó sus frágiles brazos para resguardarse del viento. No supo decirle adiós; sus labios no pronunciaron una sola palabra desde que Gryal la abrazó. Añoraba su calor, su sonrisa... Herida, carente de energía, se sentó en el suelo recogiendo su falda. Su rostro era como papel mojado: imposible de leer. El barco se perdió en la lejanía y las nubes bajaron el telón.
La noche comenzó, y con ella, el viaje de Gryal... El Amante de la Luna.