Lorette estaba tumbada sobre una gruesa manta aterciopelada. Sus manos, suaves y frías, de largos dedos, acariciaban la seda que abrigaba su cuerpo. Su cama era grande, digna de la privilegiada clase de la que formaba parte. Reflexionaba sobre los días que pasaban, lentos, tristes. Y, como tantas noches, no podía dormir. Mañana sería primavera. Mañana despertarían los pájaros del sueño en celo. Los animales surcarían la tierra, desnuda por fin de nieve y frío. Pero no habría mañana dulce para Lorette. Pellizcaba, lenta, la almohada sobre la que apoyaba su rostro, con los ojos rojos y abiertos, clavados en la vieja ventana que reinaba en su habitación. En la mesilla, bajo una vela apagada, la carta de Antoni Fortuna, arrugada, esperaba desafiante. Ya había sido abierta, y en ella se podía descubrir una gran capacidad caligráfica, un preciso y alentador uso de la palabra y un trazado tan bello como sus palabras. Derrochaba amabilidad y comprensión, una ternura poco habitual en un capitán y que Gryal superaba con una sensibilidad y calidez casi infantil. También las palabras, sublimes y románticas, con las que, a través de la carta, profesaba admiración por la bella Lorette eran inferiores a las honestas y profundas miradas del atrevido Gryal. El ritmo, la manera, todo en la carta era perfecto. Tan perfecto que echó en falta el estilo directo y desgarrado de su amado, un amado desaparecido en el espacio y en el tiempo. Ausente en cuerpo pero irremediablemente presente en el alma, la mente, y el corazón de la tierna y enamorada joven.
Esa noche era como tantas otras noches de soledad que Lorette pasó sin Gryal; pero mañana sería primavera.
Sintió un escalofrío cuando una brizna de aire fresco penetró entre las puertecillas de la ventana. Le gustó la sensación que el aire, sutil, causaba al pasear sus dedos invisibles sobre su rostro de mujer. Descubrió su cuerpo de las mantas y se alzó, con calma y parsimonia. Cada segundo que el aire rozaba su piel se convertía en un pequeño instante de placer. Sentía algo de vida dibujada en sus sonrojadas mejillas.
Avanzó hacia la ventana, mientras reflexionaba sobre su tristeza. La abrió y un golpe de viento le erizó el vello. No vaciló, inerte ante la nada, con los ojos entrecerrados y los brazos apoyados en la madera. Miró las estrellas que pintaban el cielo, entre blancas y finas nubes. Estrellas brillantes y relucientes, como el futuro que aguardaba a la joven pareja. Frunció el ceño bajo la luz de la luna. Sentía una profunda decepción con su padre, una sensación fruto de actos ruines y malvados. Nunca pensó que su padre, su amado padre, pudiera ser capaz de hacer algo así. No él. No a ella.
La luna, las estrellas, los astros la miraban, atentos a sus ojos, a su cuerpo.
-¿Dónde estás, Gryal? - la luna brilló. Las nubes se apartaron. Sus ojos se cerraron, tristes, dolidos, mientras dejaban que unas cálidas lágrimas bajaran por sus mejillas-. No puedo llorar cada noche por ti. No puedo pensar cada mañana en ti. ¿Qué tengo que hacer, Gryal? - preguntó entre tiernos y silenciosos sollozos. Cada día era un llanto, y sentía que se ahogaba, que no era capaz de superar su muerte-. ¿Por qué no has vuelto? - alzó el rostro, que reposaba sobre un joven y blanco cuello. Sus labios eran apenas un suspiro de lo que fueron antaño, habían perdido fuerza, alegría, habían perdido el baño de los besos de Gryal. Sus manos eran tan dulces como siempre, pero bastaba con tocarlas para sentir el frío y amargado palpitar de un corazón cansado de mañanas vacías.
La luna se reflejó en sus lágrimas, atenta, alerta. Lorette bajó de nuevo el rostro y musitó en voz baja algunas palabras, que el aire y el viento debieran arrastrar consigo.
-Vuelve Gryal, vuelve... - hizo una pausa y cerró los ojos. La lágrima cayó, arrastrando todo rayo de esperanza, hasta morir en el suelo-. Si no, ya no tendré primavera.