1

Don Lorencio andaba con dificultad. Sentía a cada paso cómo su enorme barriga le apretaba los calzones; imponente, crecida tras el almuerzo. Aún no se había acostumbrado a la delicia de los manjares que él mismo ordenaba, y los disfrutaba como si no pudiera volver a probarlos jamás. Solía terminar, por educación y gula, todo lo que en el plato encontraba, y siempre finalizaba sus banquetes chupando con esmero cada rincón de sus dedos hasta erradicar cualquier resto de comida que en ellos encontrara. Fue después de una de aquellas grandes comilonas que el general había quedado con Ariano. Hacía un par de semanas que no se encontraban y Don Lorencio estaba ansioso por obtener nueva información. Sabía que había sospechas sobre Don Juan, que se movía, vacilaba, y que no estaba seguro de la muerte de Gryal. Conocía que había movimientos en la milicia, una pequeña corriente de dudas. Prácticamente todo lo que sabía provenía de sus propias fuentes, no de Ariano; así que empezaba a estar cansado, no sólo de andar como un seboso bajo el sol abrasador, sino de la demora y falta de información de Ariano. Se sacó la capa y se la dio a Mondo, que andaba tras sus pasos. El moreno capitán de la milicia seguía siempre a su general, era su hombre más leal y Don Lorencio confiaba plenamente en sus facultades. Allí donde el general miraba, él lo hacía primero; todo lo que el general probaba, él lo cataba antes. Mondo era un siervo más, un subordinado. Pero de todos ellos, sin duda, era el único que sacrificaría su vida por el general, fuera quien fuera, y por la milicia.

Llegaron a la taberna de Silvestre, «el Vell Espantall», que, como cada mediodía, estaba concurrida, llena de marinos y dedicados bebedores. Don Lorencio pasó al frente y avanzó con opulencia entre la sudorosa masa adormecida de la taberna. El pelo y la ropa se le pegaron al cuerpo y su nariz se impregnó del amargo aroma del calor y la cebada. El general mantenía la vista al frente y se cubría la nariz con sus gruesas manos, mientras Mondo, leal, miraba con sus nerviosos ojos a ambos lados de la taberna, con una mano en la espada y la otra agarrando la capa. Silvestre estaba fregando un ancho recipiente de cerámica con un trapo blanco y viejo. La dedicación a su local era plena y eso mejoraba el negocio.

Don Lorencio se plantó ante el tabernero, pero fue Mondo quien habló. La voz firme y disciplinada del capitán tronó en la sala.

-¡Silvestre! Responded, por orden de la milicia, ¿dónde está Ariano? - sus ojos seguían clavados en el tabernero cuando éste terminó de lavar los cuencos.

-Relajaos, capitán Mondo... - dijo Silvestre, sonriendo-. Ariano está justo detrás de vos, en la primera mesa de la entrada.

Sorprendidos, con ojos como soles, el enorme general y el fiel capitán giraron lentamente los rostros, y allí, en una esquina, junto a la puerta, estaba sentado Ariano mirándolos con seriedad.

Don Lorencio, enfurecido por la ofensa del sigilo de Ariano, se dirigió impetuoso hacia la mesa y se sentó a desgana en ella.

-¿Os resulta gracioso todo esto, joven ladronzuelo? Tenemos un trato que no parecéis querer cumplir

-No soy tan joven, general. Y no, no tengo nada nuevo que contaros. Lo siento.

-¿De veras? ¿Nada nuevo? Entonces no sabéis nada de las sospechas de Don Juan, ¿no? Ni de sus reuniones con un encapuchado misterioso, ¿verdad? Y tampoco sabréis nada de una ermita abandonada rodeada de espantapájaros. ¡Tenéis suerte de que el padre de Gryal, ese maldito viejo, haya sido lo bastante prudente para huir tras vuestra visita!

El grito de Don Lorencio llamó la atención de los clientes del local, pero la amenazadora mirada de Mondo bastó para que todos volvieran a sus asuntos y mantuvieran apartados ojos y oídos de la conversación. Ariano no dijo nada, intentó mantener la calma, aunque sudaba a raudales bajo su negra camisa sin mangas. Sabía que no podía traicionar a Don Juan ni a Esner, ellos le suministraban la cura que sanaba a su hermana. Pero sabía que debía complacer a Don Lorencio y al capitán Fortuna si no quería enemistarse con ellos. En la guerra siempre pierde alguien, y él nunca se había alineado con ningún enfrentado. Quería mantener la distancia en los conflictos, ser neutral, sólo suministrar. Pero parecía que no sería tan fácil esta vez.

-Ariano... si no empezáis a cantar pronto las canciones que queremos escuchar tomaremos medidas. Estamos intentando ser respetuosos con vuestra persona y con los que os rodean. ¿De veras pensáis que no os tenemos controlado? ¿Que no sabemos nada de Alma o de vuestra hermana Liz?

Aquellas palabras hirieron el corazón de Ariano, pero debía mantener la compostura.

-Soy hombre de negocios, un profesional, conozco mis riesgos, Don Lorencio, pero sabed que vuestra falta de discreción no me ayuda en nada. ¿Queréis información? ¡Pues mantened cerrado el hocico! ¿Queréis que espíe? ¡Pues dejad de seguirme con cuatro o cinco soldados a todas partes! - Ariano levantó la voz, con una firmeza en las palabras que incluso a él le estaba sorprendiendoTengo mis métodos, pero me gusta ir solo a los lugares, marcarme el ritmo, ¿entendéis, mi general?

Don Lorencio sonrió con malicia y posó sus esquivos ojos en los del ladrón.

-Os diré lo que entiendo. Entiendo que, por necesidad, habéis intentado realzar vuestra persona, creando una fama que no merecéis y que seguramente no os pertenece. Entiendo que en realidad sois un desorientado espía de pacotilla, que poco sabe y poco comprende, y que vuestra auténtica habilidad es la de dar excusas a todos los ricos señores que os contratan.

-¿Estáis poniendo en duda mi profesionalidad? - dijo Ariano con voz temblorosa. Empezaba a estar asustado.

-Dejaremos la respuesta en el aire, Ariano. Os diré lo que haréis. Quiero saber algo en un par de semanas. Algo que me impacte, algo que merezca la pena saber. No me interesa la infancia de Gryal, si eso es lo que queréis contarme. Quiero saber quién es el encapuchado, qué planea Don Juan, si sospecha algo sobre el capitán Gryal, quiero saberlo todo, ¡todo lo que importe! De él, de su hija, de lo que lo rodea. Quiero hundir a ese viejo antes de matarle - la voz de Don Lorencio fue oscura-. Supongo que ahora empezáis a entenderme. ¿Verdad, Ariano?

Mondo lo miró con frialdad. Lorencio sonreía con la mirada. Ariano entendió.

II

El corte era simple, básico. Se permitió el lujo de simplificar las mangas del traje que estaba cosiendo, a sabiendas de que luego perfilaría su diseño con un ribete o bordado en el puño, de un color distinguido. Su maestro, un sastre de prestigio, observaba con atención sus movimientos, junto a los que realizaban las otras chicas de noble cuna que compartían formación.

Lorette disfrutaba cosiendo; formaba parte de sus aficiones y adiestramiento. Desde pequeña, su padre se había obsesionado en proporcionar a su hija toda la educación que una buena dama pudiera necesitar. Debía ser servicial, atenta, ordenada. Conocer las mejores hierbas y aromas, mantener una buena higiene, vestirse de forma adecuada. Debía conocer los modales en conversaciones, saludos o banquetes. Saber las mejores recetas de cocina o llevar con soltura la casa de un señor. Pero, como única hija del general de Castilla, Lorette había recibido además la educación y formación que recibiría cualquier hijo primogénito de un noble de tronío. Gestión, negocios, diplomacia, comercio, etiqueta, historia, sabiduría popular... y la impagable capacidad de leer y escribir. Aunque entre clérigos y eruditos era común y nada extraño, para los nobles leer, y sobre todo escribir, garantizaban un margen de libertad que empezaba a ser valorado. Don Juan, amante del saber y el conocimiento, había instaurado entre sus oficiales y capitanes de la milicia el deber de aprender a leer y escribir, ya que a su parecer esa capacidad garantizaba al hombre moderno autonomía y criterio de decisión. Pocos siguieron su ejemplo, pero tanto el capitán Gryal como Esner estaban entre ellos.

Todo ello pensaba Lorette mientras terminaba con la última punzada el segundo de los puños. Luego, con unos ágiles movimientos de manos, estrechó la cintura del vestido, consiguiendo que, según su parecer, tuviera una sinuosa y atractiva curva. Frunciendo el ceño, observó largos segundos el resultado, sin ser consciente de lo que estaba mirando. Pensó en ribetear el cuello con algún delicado bordado o cenefa, pero prefería que el encaje fuera más sencillo, sin pompa. Centrándose de nuevo en la cintura, hizo y reforzó pequeños agujeros por los que pasó un fino cordón marrón que funcionaría de cinturón. En el pecho añadió un par de ellos, para controlar el escote y decidir cuánto y cuándo enseñar, y cuánto y cuándo no. Pero al poco tiempo, el suave trotar de un caballo despistó su atención. ¿O eran, quizá, dos? La curiosidad la llevó a mirar por el ventanal al exterior del edificio, gesto que su profesor disculpó imitándola. No era frecuente, desde la prohibición, escuchar caballos en la ciudad de Barcelona. Pero no era la primera vez que Lorette veía uno de ellos. No hacía demasiado tiempo había visto al capitán Fortuna trotando con grandeza un enorme y bellísimo caballo blanco. Y esta vez, hubo coincidencias. Era un caballo blanco. Precioso. Pero era de menor estatura y nadie lo montaba. Dejó los útiles en la mesa, junto a la tela que había tejido, y bajó con rapidez las escaleras de madera de la pequeña casa del sastre. Una mezcla de expectación e ilusión la inundó. Abrió rápidamente la puerta y miró con sus grandes ojos marrones al exterior. Ante ella, imponente, elegante, estaba plantado el caballo. El animal tenía una crin gris y pequeñas manchas del mismo color en los extremos de sus patas. Su cuello era largo y fuerte, y su lomo estaba adornado con telas verdes y doradas. Una silla pequeña y aparentemente cómoda gobernaba la espalda del animal, e invitaba a la muchacha a subir. Prudente, sorprendida, la mujer acarició primero el cuello y el morro de la bestia que, sumisa, se inclinaba hacia ella.

-Sabía que os gustaría - dijo una voz conocida. Ella sintió un pequeño espasmo, ya que no esperaba ser observada, y giró lentamente su rostro. Allí, sonriente, la miraba Antoni Fortuna.

-No tengáis miedo, Lorette; es para vos. Ha sido adiestrado. Es obediente, tranquilo, y no será mucho más alto de lo que es ahora, así que os será fácil subir en él.

No podía ser cierto. Lorette estaba enmudecida, fascinada. ¿Por qué Fortuna le estaba regalando el caballo? Siempre había soñado con tener uno, siempre quiso un caballo blanco. ¿Cómo pudo leer tan rápido sus gustos? ¿Fue quizá en el último paseo a caballo por Barcelona? ¿Tan transparente era? Aunque, seguramente, pensó, a todas las mujeres les encantaría tener un caballo blanco.

-Lorette, dejad de pensar. Os hablo en serio. El caballo es para vos, para agradecer vuestra sonrisa y el placer de vuestra compañía. Vuestra existencia. Me hace muy feliz compartir los paseos con vos.

Lorette intentó sonreír pero los nervios se lo impidieron. Su profesor seguía mirando desde la ventana, atento a lo que sucedía.

La chica subió al caballo sin dificultad. El animal se comportó tal como Fortuna había predicho. Luego, tras un silbido del joven capitán, otro caballo blanco apareció; enorme y solemne. Era el de Antoni Fortuna, quien montó con elegancia y se situó junto a ella. La miró y sonrió. La melena de Fortuna, atada en una cola negra tras su cabeza, ondeó en el aire.

-¿Se presta mi señora a dar un paseo a caballo? - dijo servicial.

Lorette agarró las riendas, tensando la musculatura. Se subió ligeramente las faldas para abrir mejor las piernas y miró desafiante a Fortuna. Este no se acostumbraba a ver a una mujer sentada en un caballo con las piernas abiertas. La imagen le resultaba realmente extraña y provocativa. Ella no podía estar más encantada. ¿Prestarse a dar un paseo? ¡Nada podría gustarle más!

-¿Cómo se llama mi caballo, Don Antoni?

-Como deseéis. Ahora es vuestro, Lorette. Mi caballo se llama Aire. Este es vuestro caballo, y es vuestro cometido darle nombre.

Se preguntó si era un sueño. Un caballo como ese debía valer una auténtica fortuna.

-¿Obedecerá a mis órdenes con cualquier nombre? - preguntó incrédula.

-Las órdenes no dependen de su nombre. No sufráis por ello, ya os enseñaré las palabras que le sirven de órdenes básicas - la voz de Fortuna era melosa, tierna. Sin duda alguna intentaba ser cariñoso con ella, y eso era algo que siempre agradecían las mujeres.

-Se llamará Gryal - dijo ella sonriente, mirando el lomo del caballo-. Es nombre de valientes.

El capitán dejó de sonreír. Sus ojos grises se entrecerraron, rasgando la mirada.

-¿Qué os parece? Será mi nuevo compañero en ausencia de mi amado.

Fortuna se quedó sin palabras, enmudecido por el dolor. Hosco, brusco, tensó estrepitosamente las riendas de Aire y se alejó.

-Vamos - dijo él.

Lorette lo siguió, montada en Gryal, su caballo blanco. Fortuna sentía cómo la rabia se apoderaba de él, cómo su plan de conquista se había frustrado por un miserable nombre. «Maldito seas, Gryal Ni muerto ni lejos te aparto de mi vida.»

-¡Más rápido, Fortuna! - espetó Lorette, que, en un acto de impulsividad arrancó a gran velocidad a la carrera con su caballo. Fortuna la siguió al instante, y ambos trotaron por Barcelona.

La joven Castilla disfrutó cada segundo del paseo; admirando el paisaje, gozando con cada caricia del aire que pasaba por su pelo. Aquella sensación, aquella velocidad, la confortaban. Fortuna no dijo ni una palabra, su plan de conquista no había funcionado del todo. Aunque Lorette sonreía y se mostraba agradecida a cada momento, el capitán sabía que no había conseguido que lo mirara con amor. ¿Era el olvido imposible para aquella mujer? ¿De nada habían servido los paseos a caballo? ¿Qué precio había pagado Gryal por conseguir a Lorette?

Cuanto más le costaba conseguirla, cuanto más lejos la sentía, más la quería; la deseaba, ansiaba su amor sobre todo lo demás.

Tan cerca. Tan lejos.

Sentir su perfume, su sonrisa, su calor. Deseaba su cuerpo, su frescura de mente, sus ojos claros y marrones, su cabello rizado y fuerte. La amaba.

Al fin, tras un placentero viaje por la ciudad, repleto de miradas de desaprobación y de curiosidad, llegaron a casa. Don Juan los esperaba en la puerta, huraño, con gesto serio. La sonrisa de Lorette fue cortada por la rígida mirada de disgusto del anciano.

-Lorette - dijo-. Está prohibido montar a caballo por la ciudad. ¿Acaso lo has olvidado? ¡Llamas demasiado la atención!

-Padre, el capitán Fortuna me ha regalado el caballo y quise... - se excusó; pero su voz menguó al percatarse enseguida de que nada convencería a su progenitor. Así que con la cabeza gacha bajó del caballo y tomó sus riendas, presta a llevarlo a la cuadra de la que disponían, que, aunque llevaba tiempo sin cobijar animales, permanecía lista y dispuesta para su uso, como prácticamente todo lo que Don Juan poseía. Lorette pensó súbitamente que deberían volver a emplear los servicios de un mozo. Ató el caballo y subió en silencio a su habitación.

Cuando Lorette desapareció de su vista, Don Juan se acercó rápidamente a Fortuna. El capitán no bajó de su corcel y miró desafiante al anciano, que también clavó su vista en el joven. Aguantaron largo rato sin decirse nada, intentando descifrar mutuamente sus pensamientos.

-¿Qué intentáis, Fortuna? - le espetó malhumorado.

-Nada. Pensé que quizás alguien debía animar a vuestra hija. Lorette está afectada por la muerte de su amado y la traición de su padre.

Un golpe bajo. Pero Don Juan ni se inmutó.

-Mi pobre capitán, me perdería en verborreas absurdas y en innecesaria retórica, pero iré al grano porque veo claramente que hay tres o cuatro cosas que debéis saber.

-Hablad, Don Juan. Estoy deseando ver cómo lo hace un anciano como vos para instruir a un capitán como yo - arrogancia, descaro. Pero el de Castilla seguía inalterable.

-¿Instruir? - Don Juan sonrió con malicia-. De eso nada, Fortuna. No intento instruiros. Digamos que evitaré el ridículo al que os están llevando unas conclusiones equivocadas.

-Hablad, os escucho.

-No esperaba menos del primer capitán de la milicia designado por Don Lorencio. Iremos por pasos. Primero debéis saber que mi hija Lorette sigue enamorada de su prometido, Gryal - primer ataque, primer dolor. Fortuna se sintió herido y balbuceó una respuesta que no llegó a salir de sus labios. Si Lorette no lo amaba, él sí lo haría-. Segundo - prosiguió-, nada confirma todavía la defunción del capitán Gryal, así que Lorette sigue prometida a él hasta su vuelta o hasta que ella así lo desee.

Fortuna bajó la mirada, irritado. Segundo ataque, segundo golpe certero. Si Gryal no estaba muerto, él lo mataría.

-Tercero: yo, sólo yo tengo el derecho de dar consentimiento a la boda de mi hija, sólo yo decido si se casa o no, y quién merece o no a mi hija. Y debéis saber que ni muerto dejaría que mi hija se casara con alguien como vos, ¡el traidor y cruel capitán Fortuna, cuya ambición es sólo superada por la mía propia!

Los dientes de Fortuna rechinaron, tensó su musculatura, soportando la humillación que Don Juan le estaba infligiendo. Si no aprobaba su cortejo, también mataría al viejo.

-Y por último, os diré algo que debería haceros reflexionar - la pausa de Don Juan sólo podía preceder a otra humillación-. Gryal no necesitó nunca caballos blancos para conquistar a mi hija; de hecho, el desaparecido capitán ni siquiera sabe montar a caballo -y una sonrisa triunfal surcó el rostro del anciano.

Pero Fortuna apenas había empezado a trazar sus planes. Planes para un futuro cercano.

Lorette vio la fría despedida entre Fortuna y su padre. También ella se había dado cuenta de que el capitán intentaba cortejarla, pero eso no le disgustaba. Había escuchado a escondidas la conversación y se sorprendió de la ligereza de su padre. ¿Así que no estaba confirmada la muerte de Gryal? Si era así, ¿por qué no había vuelto a su lado? Ella se sentía bien al lado del capitán Fortuna, y seguía siendo incapaz de perdonar a su padre, pero ver cómo éste la protegía hizo que se sintiera orgullosa de su progenitor.

Quizá aún había un atisbo de esperanza. Quizá no estaba todo perdido. Quizá el día menos pensado, Gryal volvería a su lado.

-¿Volverás, Gryal? - se dijo, suspirando-. ¿Volverás? -y su suspiro se perdió en la brisa.

 
La maldición de Gryal
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