1
Wrack estaba solo, inmóvil, sentado en la maleza. Había decidido no retomar aún el camino, detenerse a pensar. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Había despertado atado a un árbol, solo, sin su espada, con la silenciosa compañía de un enorme escudo y el caballo de Marion. Dedujo que había sido abandonado, que sus compañeros lo habían dejado atrás. Guardó la cuerda con que lo habían atado, le había costado deshacerse del nudo sin romperla. Luego, intentó recordar cómo había llegado al bosque, qué había hecho el día anterior. Su memoria era débil, pero imágenes de la batalla se sucedían una detrás de otra cuando cerraba sus finos ojos. Lo hizo, cubrió con los párpados las pupilas y recordó. Fuego golpeando el escudo redondo y deformado que hoy tenía en su poder, mantas y tocones que ardían a su alrededor, una hoguera desplazada que caía como una ola sobre un asustado Gryal. Rememoró esos círculos de fuego descontrolados que surgían de forma imprevista desde su negra espada de madera. Humo, destrucción y rabia coagulando un momento que parecía haber sido protagonizado por otro. No se reconocía, no recordaba haber tomado decisiones.
Recordó al asesino de su hermano, sonrisa triunfadora dibujada en plena lucha, espada que chocaba contra espada, llamaradas lanzadas de la punta de sus dedos que no lograron convertir a Gryal en cenizas.
Miró sus tatuajes e intentó recordar para qué servía cada uno. Los dos brazos tenían ilustrados idénticas formas y dibujos: en la parte superior del antebrazo tenía grabadas las runas espirales que invocaban el calor de la llama; en la parte inferior, había tatuado las triangulares formas que le ayudaban a convertir cualquier objeto en un elemento luminoso. No sabía hacer ningún hechizo más, sólo despertar el calor, irradiar luz; pero sin la Espada Negra la intensidad de ambos sortilegios era casi ridícula. Pensó también en los tatuajes que se había hecho en la espalda: en ella había las mismas runas, para que alguien las leyera para él si algún día perdía los brazos, o los ojos. Ridículo, furiosamente ridículo. Vida dedicada a la muerte, llantos que homenajean la pérdida, zancadas que buscan dolor y siguen tortuosos caminos para alcanzar la venganza.
Maldijo de nuevo a Gryal, mientras el mundo se hacía espeso a su alrededor. Un caleidoscopio de luz y color inundaba el bosque en el que estaba. Se imaginó a sí mismo ahí, sentado y triste, completamente solo, como casi siempre había estado. Echaba de menos a su hermano Viduk, siempre tan seguro de sí mismo, tan responsable. Se parecía a Reugal Absellarim. Maldijo también al caballero y a Marion por haberlo abandonado. Se preguntó si merecía lo que le estaba sucediendo.
«Eres el asesino de tus padres», se dijo. «Te mereces todo lo malo que te suceda, idiota».
Miró sus manos: estaban sucias y llenas de ceniza. Recordó agarrar el brazo diestro de Gryal y grabar con fuego en su piel la silueta de su mano izquierda. «Inútil», pensó de nuevo, «que arda el cielo... ni siquiera pensaste en dibujarle a Mano Derecha tu mano derecha».
Se alzó desorientado. Le dolía la nariz, la palpó para comprobar que no estaba rota y levantó la vista. Las nubes se aparecían entre las ramas medio vacías de los árboles; paseaban lentamente en el firmamento, arrastradas por el viento para mecerse en el infinito azul del cielo.
Harto de pensar, buscó el camino con desespero. Hojas secas y muertas cubrían el suelo que pisaba, la soledad se rompía por el canto de los pájaros y no había nada que le indicara hacia dónde debía marchar. Pero avanzó hasta alcanzar un camino arenisco. Miró si había huellas en él y no paró hasta encontrar indicios animales que delataban la presencia de una manada de lobos. Siguió esas débiles marcas, montado sobre Halcón, avanzando al trote con el enorme escudo colgado a la espalda, mientras aceleraba el ritmo de su marcha. Tenía que moverse y dejar de pensar, porque al hacerlo se sentía pequeño y estúpido. Tremendamente estúpido.
II
-Mataron a su familia delante de sus narices - dijo Ratafía en perfecto castellano para dar respuesta a la curiosidad de Barramar-. Por eso no habla. No es que Mudito sea realmente mudo, es que sigue asimilando lo sucedido.
-¡Uh! ¡Tiene que ser muy duro ver algo así! - respondió Barramar, mirando al pequeño. El anciano Desafortunado, nacido en los Pirineos catalanes, ávido en viajes y de larga edad, no tenía dificultades para comprender la mayoría de idiomas derivados del latín, pero Perla y Ergon, ambos más jóvenes y originarios del Piamonte, conocedores del francés, el italiano y el catalán, seguían perdiendo algunos detalles de lo que Ratafía les contaba.
El silencio se hizo de nuevo entre los viajeros y el poeta no retomó la conversación, concentrado en su tarea de conductor. Estaban sentados los tres al frente del carromato, Desafortunado a un lado, poeta al otro y el silencioso Mudito acunado entre los dos adultos. Llevaban un buen ritmo de viaje, el tiempo acompañó y no encontraron imprevistos. Jugó Barramar un rato con el pequeño, pero se cansó pronto al descubrir, frustrado, que su suerte no había cambiado. Una vez tras otra lanzaba sobre un tablón de madera los dados de hueso que les había prestado el juglar, pero en ninguna de las tiradas superó el anciano a su nuevo y silencioso amigo.
-Bah, este juego es para niños - gruñó.
Perla observaba los actos y el comportamiento de todos sin dejar de fijar la vista en Ergon, que siempre lograba despertar su curiosidad. El asesino, por su parte, asomaba de vez en cuando la cabeza para confirmar que seguían el camino adecuado y luego volvía a su posición, junto al cuerpo dormido de Gryal.
El viaje estaba siendo grato para todos. Durante esos días, Ratafía les contó que antaño había sido un famoso cortesano y que tenía un gran capital, pero la falta de inspiración y la poca variedad de sensaciones lo habían empujado a viajar e ir en busca de aventuras. Conocía más de siete idiomas, había estado en ciudades como Génova, Milán y Turín, había recorrido gran parte de los Alpes y los Pirineos, pero nunca había llegado a escribir o vivir nada que, a su parecer, valiera la pena contar.
Entre lo contado por Gryal y lo que aportaron sus compañeros, el pequeño Mudito y el juglar Ratafía conocieron toda la historia del Amante de la Luna, desde su ascenso en la milicia hasta el último enfrentamiento con Wrack, pasando por el Pueblo Rojo, la guía de la luciérnaga, la fortaleza de llan o o la batalla contra el Señor del Aire.
El tiempo pasaba, y en el carro del poeta encontró Perla mantas con las que cubrirse, pan y agua con que alimentarse y varias túnicas de enorme calidad. Con todo, la muchacha, observadora y lista, ordenó todos los conocimientos que había acumulado. Repasó la historia del cuentacuentos, analizó el comportamiento del obeso juglar y vio en él una actitud magnánima y compasiva de la que podían los Malditos de llan o sacar un buen provecho. Maquinó un plan, pensó en los tres pasos y relató sus intenciones a Barramar.
Así, tras la insistencia de Perla y Barramar, Ratafía había accedido a regalarles tres de esas túnicas: una amarillenta, grande y suave para la joven; otra verde y oscura, algo vieja, para el anciano; y una roja y gruesa para Gryal Ibori. Ergon había renunciado a la suya, azulada, alegando que el negro era un color mucho más acorde con su estado de ánimo y que sería mejor que todos vistieran colores discretos. Perla y Barramar omitieron su comentario y decidieron vestirse enseguida con sus nuevos ropajes, al tiempo que hacían de sus viejas túnicas nuevas mantas con las que abrigarse. No se percató el desdentado viejo de que los ropajes con los que pensaba vestirse tenían un enorme y caprichoso agujero, ni pudo ver cómo Mudito le señalaba a Ratafía, entre cómplices sonrisas, el ojal que reinaba en el trasero del gafe hombrecillo.
Perla decidió cambiarse en el carromato, a espaldas de los tres. Lo hizo con toda la sutileza de que fue capaz, sin llamar la atención, mientras Ergon la miraba con disimulo. No podía apartar de su mente el cuerpo desnudo que había visto el día que perdieron a Gryal; y revivió el momento, vio el agua resbalando sobre tiernos muslos blanquecinos, pechos firmes y pequeños de pezones afilados, cuello delicado sobre el que reposaba un bello rostro. Perla, que se había percatado de que estaba siendo observada, no ocultó su desnudez y dejó que el antes inmortal paseara la mirada por su figura. Ella, que enrojecía cuando era el centro de atención, que no se atrevía a levantar la voz y nunca buscaba protagonismo, sentía un extraño placer al ser observada por Ergon. Nunca se había sentido bella y atractiva hasta que sintió aquellos ojos blancos mirándola con arduo deseo. Estiró y entrecerró un poco las piernas, levantó sin ropa los brazos, con la nueva túnica entre las manos, al tiempo que las pupilas del sicario seguían cada ligero movimiento. Una imagen etérea en la que el tiempo se detuvo, instante capturado de nuevo en el recuerdo para uso y disfrute de un asesino que había caído fascinado por la belleza y la sensualidad de la joven Perla. La chica abrió las manos, la túnica cayó para posarse sobre sus hombros y la ropa se deslizó del todo hasta revelar la blanca y virgen desnudez. Los ojos de Ergon y de la muchacha se cruzaron. La melena rubia de la mujer se agitó cuando la túnica abrigó su cuerpo, y el asesino pensó en lo mucho que había crecido el cabello de esa tímida joven. La espiada dejó de fingir desconocimiento y sonrió a Ergon, al tiempo que éste apartaba avergonzado la mirada. Y así, mirando hacia la nada, logró también el asesino sonreír.
111
Wrack alcanzó La Encrucijada del Bufón sobre el mediodía. El frío le calaba los huesos y un aire helado anunciaba la inminente llegada del invierno. Columnas de humo se levantaban todavía de la arenisca explanada, rodeadas de un gran número de personas en constante movimiento. El bárbaro aminoró la marcha para observar. Algunos hombres estaban levantando de nuevo rudimentarias tiendas con cuerdas, bastones y mantas, mientras las mujeres y los niños ordenaban y apilaban los objetos que habían podido ser salvados.
Poco a poco, los habitantes de La Encrucijada empezaron a mirar al recién llegado con recelo. Algunos reconocieron su rostro, o su torso tatuado, y el desdén de sus miradas habló por ellos. Otros, sin embargo, otearon al jinete solitario con prudente curiosidad al identificar el enorme escudo redondo que colgaba de su espalda.
Dos hombres, rubios, barbudos y bien armados, se plantaron en mitad de su camino.
-Viajero, ¡no sois bienvenido aquí! - espetó el menor de los Skallitge, cortando el lento trotar de Halcón.
-¡Ya lo creo que no! - recalcó su padre.
Wrack paseó sus negros ojos de un Skallitge a otro sin responder a la advertencia. Luego, ante la mirada sorprendida de los dos guardianes, desmontó de su caballo. El peso de su cuerpo levantó la fina arena del suelo cuando sus botas oscuras impactaron en él. Alzó el rostro y miró con soberbia a su alrededor.
-¿Acaso no habéis escuchado nuestra advertencia, hechicero? - intervino esta vez la anciana Romulia, avanzando decidida hacia el ingrato visitante-. ¡Largaos de la Encrucijada! No somos violentos, pero no podemos olvidar el mal que nos habéis hecho.
-No pienso irme todavía, vieja.
-¡Salvaje! ¡Hablad con respeto a la venerable Romulia! - gritó enojado Rudd Skallitge-. ¡Vamos a daros una lección!
Los habitantes de La Encrucijada olvidaron pronto sus quehaceres y fueron acercándose. Los niños se abrazaron a sus madres, los adultos cogieron sus herramientas y las asieron como si de armas se trataran, tensos, a la defensiva.
Wrack, rodeado, contempló perplejo la rabia y el odio que desprendían los rostros. Mascó entristecido cada segundo de rencor que derramaban sobre él. «El mal», pensó, «para ellos soy el mal».
-¡No permitiremos que vuelvas a quemar La Encrucijada! - gritó una voz entre la multitud, y una piedra voló contra el salvaje. Rozó su cara, y pudo sentir cómo silbaban algunas más cerca de él.
-¡Lárgate! - siguió otra voz.
-¡Púdrete en el infierno! - decía una tercera..
-¡Fuera!
El griterío se intensificó, la gente se acercaba y piedras y bastones impactaron sobre el cuerpo tatuado del hechicero. Un ansia febril se apoderó de esa ingente cantidad de corazones dominados por la ira. El bárbaro no opuso resistencia. Cerró los ojos y dejó que todo ese odio pasara a través de él. Aguantó estoicamente el impacto de cada una de las piedras que le arrojaron, a sabiendas de ser merecedor de lo que estaba sucediendo. Soportó cada arañazo, cada punzada de penetrante dolor. Arrastrados por la furia de la masa desenfundaron los Skallitge sus espadas y avanzaron decididos hacia el recién llegado.
-¡Basta! - la voz de Romulia detuvo la violencia y frenó el deseo de revancha que empezaba a amanecer en el bárbaro. Los gritos y pedradas cesaron al instante-. Aquí, en La Encrucijada del Bufón, reina la... Paz.
Rudd y Joro Skallitge mantuvieron una prudencial distancia con el salvaje, con las espadas todavía en alto, sin apartar la vista de él. El silencio se hizo de nuevo, sólo cortado por un largo suspiro de Wrack que, después de relajarse, se dirigió a la anciana.
-No vengo a perturbar vuestra paz, sólo necesito que respondas a una pregunta. Luego me iré.
Todos las miradas pasaron entonces de Wrack a Romulia, atentos a la conversación que el forajido y la venerable mantenían.
-No voy a responderos nada. No merecéis mi consejo si sólo veis en el fuego el poder de una llama.
-Déjate de misticismos estúpidos - espetó el salvaje-. No quiero tus consejos, no me importas ni tú ni tu opinión sobre nada.
-¿Si no va a importaros lo que pueda deciros por qué debería deciros nada?
-Que arda el cielo... Te crees muy importante, Romalita, pero no he venido aquí a charlar contigo. Sólo necesito una repuesta, y no quiero que te vayas por las ramas.
-Mi nombre es Romulia, no Romalita - respondió ofendida la anciana-. Decidme entonces, ¿qué queréis?
-Ya os lo he dicho. Quiero una respuesta a una pregunta... - miró a todos aquellos que estaban observándole-. Y me da igual si me la respondes tú o cualquier otro.
-Entonces, probad a formularla.
-Un montón de caminos entran y salen de esta encrucijada. Huellas de lobo las hay en todas partes, al parecer la manada de Gryal rodeó este territorio mientras estuvo por aquí. Pues bien, Romulia... -y Wrack levantó la voz para hacerse escuchar por todos los habitantes de la Encrucijada del Bufón-, ¡lo único que quiero saber es qué camino ha tomado Marion! Si tenéis la respuesta, ¡me marcharé!
Se propagó una ola de murmullos. Nadie quería perder detalle de la conversación, aguardando con impaciencia cómo respondía su venerable líder a las exigencias del visitante.
-¿Debería yo saber quién es Marion? - respondió confundida la anciana Romulia.
-Yo sé quién es Marion - apuntó el menor de los Skallitge señalando con el arma hacia el bárbaro-. Pero ni en sueños os diré a dónde se ha dirigido. ¡Ya lo creo que no! ¡Deberíais empezar a preguntaros por qué os ha dejado atrás!
-Lo haremos de otra manera - sentenció Wrack. Conocía muy bien a su amada y sabía que había otra forma de encontrarla, así que fijó sus ojos rasgados sobre el Skallitge que había osado desafiarlo-. ¿Qué camino ha tomado Gryal? - la pregunta sonó a amenaza, al tiempo que una pequeña llama amanecía de cada uno de los dedos de su mano diestra.
Multitud de gritos de miedo se sucedieron al instante. Wrack sabía que su poder era pequeño sin la Espada Negra, pues aunque bastaría para calcinar el rostro de cualquiera que intentara acercarse, difícilmente detendría un ataque perpetrado por más de una persona. Yeso era algo que sucedería con seguridad en caso de enfrentamiento. Respiró profundamente, tensó la musculatura y se concentró en mantener encendidas las pequeñas y amenazantes llamas.
-Ahorraos las amenazas, bárbaro - el valor de Romulia sorprendió al salvaje-. Nadie en La Encrucijada os responderá a esa pregunta. A Gryal le debemos seguir con vida.
-No es así, vieja. De hecho, si de veras valoráis vuestras vidas... ¡vais a responderme!
-¡Se fueron por el camino del Noroeste! - gritó de pronto, asustado, el joven Escudella, hijo de Monella.
Los habitantes de La Encrucijada miraron sorprendidos al chivato, que respondió devolviendo una inocente sonrisa a Romulia.
-El hombre malo ha dicho que si valoramos nuestra vida teníamos que responder, y yo valoro mi vida, venerable Romulia - se justificó el hijo tonto de Monella.
Los Skallitge se miraron con incredulidad al tiempo que la anciana se frotaba la frente con su vieja y arrugada mano. Wrack ignoró a sus interlocutores y subió a lomos de Halcón, con parsimonia, sin musitar palabra. La gente lo despidió del mismo modo que lo había recibido: con ojos cargados de rencor, esgrimiendo martillos y bastones como si de armas se trataran, y extrañados al ver ese enorme escudo que había usado Gryal colgando de su espalda.
Así fue como cruzó el hermano de Viduk la Encrucijada del Bufón, siguiendo el mismo camino que había tomado Gryal. Pero lo hizo de un modo distinto, sin plantar cara a sus dudas y temores. Sin dejar el dolor atrás. Dio la espalda al odio y el rencor que proyectaban sobre él, huyó hacia delante, dio un paso detrás de otro al trote de Halcón, porque eso era más fácil que volver a pensar, más fácil que volver a dudar sobre todo, que volver a sentirse estúpido y equivocado en ese negro abismo llamado soledad.