1
Ariano da Horta llegó dando pequeños tumbos que desafiaban la gravedad a la taberna Charraca. No había descansado todavía, la noche apuntaba a prolongarse y su dosis de alcohol no dejó de multiplicarse desde la visita de Lorette. Repasó mentalmente el plan de la mujer, así como unas notas que no supo leer, y caminó sin tener muy claro todavía por qué había aceptado realizar tan arriesgada empresa. Quizá fuera por la compasión que sintió por Lorette, quizá por la forma en que su hermana hablaba de él, o quizá porque, por una vez, estaba dispuesto a hacer algo por alguien.
La Charraca era un local mucho más pequeño y desconocido que el Vell Espantall. Unos pocos mercaderes jugaban a los dados en una de las mesas circulares, mientras en otra de ellas permanecía sentado, con la mirada perdida, un alto y fornido adulto. El ladrón, vestido con una túnica de viaje gruesa, vieja y marrón, decidió acercarse al hombre solitario. Ariano se había afeitado y lavado su cara para limpiar la ceniza que solía cubrir sus ojos, y pensó en lo poco que se parecería a sí mismo. El solitario cliente que había ante él dejó de mirar a la nada para fijar los ojos en el peregrino que se le había acercado.
-¿Don Hortensio? - preguntó el marino.
-Yo mismo, Don Juan Lampán - respondió Ariano da Horta.
Tomó asiento, al tiempo que Lampán alzaba su jarra de cerveza para pedir otra al tabernero de la Charraca. Ariano siguió con la mirada el punto al que las pupilas del marinero observaban, para descubrir a una persona totalmente neutra e insustancial. «No tienes el carisma de Silvestre, ni un local que se parezca al Espantall, tabernero», pensó el bribón.
-¿Os ha sido complicado encontrar La Charraca?
-Para nada, está muy cerca del Espantall.
Ariano miró ajuan Lampán. Patillas canosas que llegaban casi a la barbilla, cejas pobladas, ojos castaños y profundos que se perdían de vez en cuando para mirar al infinito. El tiempo le había dibujado unas profundas arrugas horizontales en la frente y unas prominentes entradas que morían en un cabello grisáceo. Tenía unos hombros anchos, gran espalda y un torso poderoso enfundado en una camisa negra de la que salían unos brazos fuertes y peludos.
Y bien, Don Hortensio, ¿estáis preparado para ir a Génova? - el trueno de la voz de Lampán cortó el análisis del ladrón, que se obligó a sonreír al capitán de la Serenata.
-Supongo. Aunque no soy amante de largos viajes y amo tierra firme.
Juan dio un largo trago para terminar su cerveza cuando vio llegar al tabernero con dos jarras más.
-Lo único que yo echo en falta cuando me hago a la mar son los pechos y la entrega de una buena fulana - siguió el capitán del navío-. Los peces no sacian las necesidades de un hombre, y dichosos sean los ojos que logren ver una sirena, pues yo no vi jamás ninguna.
-Brindemos por lo que acabáis de decir, capitán - sentenció el ladrón, que no podía estar más de acuerdo.
-¡Por las sirenas!
-¡Y por sus pechos!
Ariano da Horta y Juan Lampán pasaron un largo rato en la Charraca, abrigados por sus viejas paredes de piedra y la compañía de los jugadores de dados que había cerca de su mesa. El ladrón pensó en ir a visitar a su hermana, o descansar, o hacer cualquier cosa que una persona sensata haría antes de partir a la aventura. Pero no sabía qué decirle a su hermana antes de marchar y no tenía ganas de dormir, así que ambos siguieron bebiendo y hablando de pechos de mujer, hasta que decidieron centrarse en el asunto que los reunía.
-¿Y cuándo creéis que llegaremos a Génova? - preguntó el ahora Don Hortensio.
-¡Por el Santo Nicolás! ¡No puedo daros respuesta a esa pregunta! Parece sencilla, lo sé, pero no lo es - hizo una pausa el marino, engullendo de nuevo de su rubia cerveza-. La mar, para nuestra desgracia, no responde con exactitud a las previsiones. Los marinos nos mecemos constantemente entre los caprichos del tiempo y el viento. Si el viaje marchara bien, cosa que sinceramente dudo, quizá podríais despertar en Génova en una semana.
-¿Una semana? - preguntó el bribón. No le parecía demasiado.
-Sí, una semana desde hoy. Supongo que sabéis que nos vamos mañana y que la Serenata no espera a nadie. Pensamos aprovechar el poco viento favorable que podamos encontrar.
-Entiendo. Pero decidme, Don Juan Lampán, ¿a qué se debe vuestro pesimismo? ¿Acaso sois supersticioso?
-No, no lo soy... creo - dijo mirando disimuladamente el crucifijo que colgaba de su cuello de toro-. Pero hay que hablar de la mar con respeto, y agradecer siempre los favores del clima. Yo hago cuanto está en mi mano para conseguir siempre una buena travesía: mi bajel es rápido, mis velas latinas responden bien, tengo un buen segundo, un perfecto timón y galeotes fieles que reman con fuerza... pero ya os digo, Don Hortensio, siempre, absolutamente siempre, dependemos de lo que la mar de invierno nos depare.
Ariano dio un largo sorbo a su cerveza y resopló. Estaba mareado y le dolía la tripa. Había sido una mala idea mezclar cebada y vino. Repicó nervioso la mesa con sus dedos y retomó la conversación.
-Habéis hablado del mar de invierno. ¿Es acaso peor que el de primavera o verano?
-Ya sabéis lo que dicen, Don Hortensio. En invierno sólo hay tres puertos seguros: Cartagena, junio y julio.
-¿Yeso qué significa?
-Significa que no es tiempo para navegar - Lampán relajó su postura sobre la frágil silla que ocupaba. La madera se quejó en un seco crujir cuando el fornido marinero apoyó la espalda sobre su respaldo-. Los vientos suelen ser desfavorables y frecuentes las tempestades. La mar deja de ser bella, se vuelve arbolada. Nos veremos obligados a costear y hacer navegación de cabotaje para buscar cobijo, en caso de problemas con el clima, en la hospitalidad de cualquier otro muelle o ribera del Mare Nostrum.
Ariano asintió. No había logrado entender la mitad de las palabras del marino pero no quiso preguntar más. Le daba igual el por qué de cada decisión que hubiera de tomar el capitán una vez hubieran zarpado.
-No hay problema - sentenció-. Siempre que lleguemos a puerto.
-No temáis por eso, os juro por San Nicolás que cumpliré con lo que la pobre hija del malogrado Juan de Castilla me exigió. Os llevaré a Génova. Vos dejad a los marinos los asuntos de la mar y preocupaos de no molestar.
-Intentaré que así sea.
-Excelente - repuso Lampán, que pidió otra cerveza alzando la mano hacia el tabernero. Siempre le había costado secar esa garganta marinera. Ariano negó con la cabeza dejando claro que no se sentía con fuerzas para tomar nada más-. Decidme, peregrino... ¿Pensáis llevar objetos preciados o de valor en el viaje?
-No lo he pensado todavía; ¿es eso importante?
La enésima cerveza llegó a manos de Lampán al tiempo que el tabernero se llevaba de la mesa las jarras vacías.
-La verdad es que sí. Digamos... - respondió tras otro trago- digamos que prefiero seguir siendo ignorado por piratas y corsarios, así que no llevéis a la vista objetos preciosos ni brillantes.
-Hecho.
-Y si no es demasiado pedir, evitad vestir también con ropajes de suma prestancia. Podríais causar envidias entre mi tripulación o despertar la curiosidad de los ojos del puerto.
-No habrá problema, capitán. Esto es todo lo que tengo - respondió señalando su fea túnica marrón.
-Entonces, si todo está claro, Don Hortensio, preparad vuestro testamento y rezad a San Nicolás, protector de mi navío, porque mañana por la mañana, cuando los gallos canten, zarparemos hacia Génova.
II
Llegaron al muelle de buena mañana. Pequeños botes permanecían varados en la orilla, bañados por la brillante espuma que moría en la arena. La mar parecía tranquila y espejada, dulces y agradables reflejos se sucedían en el agua como pequeñas estrellas etéreas, y Ariano se preguntó fascinado a qué se debía el fatalismo y alarmismo que había mostrado el marino para con el mar de invierno.
-La verdad es que este muelle no es como el de Génova - refunfuñó el marino.
Ariano asintió sin dejar de caminar. Si Lampán decía que los barcos volaban había que creerle; parecía entender de todo aquello que decía. Llegaron casi sin darse cuenta a las pasarelas de vieja madera que se adentraban en el mar. Sintieron crujir el suelo con cada uno de sus pasos.
-De hecho, en Barcelona aún tenemos mucho que aprender de muelles como los de Mallorca, Alicante o la misma Génova. Usamos maderas, y eso es costoso y difícil de mantener. Además, mirad - dijo señalando al horizonte el capitán del navío Serenata.
Ariano miró donde había señalado el marinero. Pudo apreciar cuatro embarcaciones, grandes y majestuosas, que se dibujaban a lo lejos entre la neblina del amanecer.
-Aquí, en Barcelona - siguió el marino-, las naves de mayor calado se ven obligadas a fondear algo alejadas de la costa, y deben descargar sus tripulantes y mercancías en pequeños barcos de pescadores.
Detuvo sus pasos y apoyó sus brazos en la baranda que los separaba del mar en calma. Inhaló con fuerza la brisa marina y el dulce aroma de la sal. Ariano lo imitó, posando sus manos en el metal.
-¿No es preciosa? - murmuró Lampán, mirando y señalando esta vez una nave que flotaba cerca de ellos.
El ladrón asintió, tras escrutarla con sus astutos ojos. Intentó exaltar su belleza, pero tenía su mente presa de la resaca.
-¡Por San Nicolás! ¡Decid algo, Don Hortensio! Este es mi bajel, ¡La Serenata! - alzó la voz con entusiasmo-. La soberana nave que os llevará a Génova. ¡Fijaos bien! -y recuperó el paso sobre un pontón que los llevó a bordo de un bote de pesca.
-Siento no entender de barcos, Lampán - dijo con sinceridad el bribón, tomando asiento en el bote-. Todos me parecen iguales.
-Ninguno es igual - zanjó ofendido el marino.
Un pescador los llevó hasta la nave de Lampán, un trayecto breve que podía hacerse a nado sin dificultad. El bajel les esperaba amarrado a un largo mástil. Subieron a cubierta por una escalera colgante de cuerda y tejo. Una vez a bordo, Lampán abrió los brazos en cruz y giró sobre sí mismo para mostrar con orgullo la embarcación.
-Mirad esta belleza, Hortensio. La Serenata es una galera de mercado, es algo mayor y tiene más capacidad que una galera de guerra. Posee un notable número de remos a cada lado y eso hace que naveguemos rápido y con fuerza.
-Genial.
-Fijaos, Don Hortensio - el capitán avanzó con celeridad por la cubierta seguido por el ladrón-. Mirad a babor, a estribor - dijo señalando primero a su izquierda y luego a su derecha-. Es un bajel largo y estrecho, de proa afilada. ¡Eso lo hace todavía más ágil!
Ariano no sabía bien cómo responder a la emoción mostrada por Lampán. Este, no contento con la parquedad del nuevo miembro de su tripulación, decidió seguir relatando las virtudes de su navío.
-La Serenata enarbola velas latinas, triangulares, y eso, a diferencia de las naves de vela trapezoidal, hace que no necesitemos viento de popa, ¿entendéis? - «No», pensó el ladrón, que ni siquiera sabía qué significaba trapezoidal. Pero asintió-. ¡Podemos navegar con viento de costado! Y tenemos dos de ellas, una aquí, en el palo mayor, y otra en el trinquete, el palo menor de proa.
Ariano sonrió con complicidad al marino, dejando claro que a pesar de no entender demasiado lo que le explicaba, se alegraba de las buenas prestaciones de la embarcación. Lampán le devolvió la sonrisa, desistiendo de contar más, a sabiendas de lo poco que importaban al peregrino los detalles de la nave.
A su alrededor, los tripulantes de la Serenata acicalaban de brea y estopa las juntas de las tablas que formaban el navío, y preparaban la cubierta y las velas para el viaje. Aseguraban los nudos, amarraban bidones y cajas y miraban con cierta melancolía, de vez en cuando, el muelle que estaban a punto de abandonar.
Ariano y Juan se asomaron por la baranda de madera que delimitaba la borda del navío y volvieron a fijar la vista en el mar.
-¿Puedo haceros una pregunta de tipo práctico, patrón?
-Podéis, Don Hortensio. La verdad es que podéis.
-¿Dónde voy a dormir?
-He estado pensando en ello. No dormiréis abajo con mis galeotes, tranquilo, os ahorraré ese mal trago. Tampoco con el alumbre, los vinos, la sal o el grano, es decir, os ahorraréis también el meceros entre nuestras mercancías - Lampán se lamió los labios, pensativo-. Veamos, calafate, escribano, barbero, cocinero, timonel, carpintero, médico, companyon, marinero... la verdad es que no tenéis cargo ni función alguna a bordo de este navío, así que seréis mi invitado particular. Aprovechadlo.
-«Bien, suena bien» - pensó el bribón-. ¿Yeso qué significa?
-Significa que dormiréis en el castillo de popa, al que llamamos el alcázar - señaló un pequeño habitáculo de madera bien pulida y adornado con pinturas de colores rojizos -, el resto de mis oficiales de alto rango dormirá en el castillo de proa.
-¿Y se duerme bien en el alcázar?
-Todo lo bien que se puede dormir donde duerme el capitán, Don Hortensio. No hay lugar mejor en este navío.
-Estupendo.
Y el marino se separó del peregrino. Oteó con sus ojos de lobo de mar todo aquello que le rodeaba. Uno de los tripulantes se acercó a él, Lampán le dio una palmada en la espalda, y se dirigió con presteza al timón. Todos los hombres a bordo de la nave miraron a su enorme capitán, esperando instrucciones. Este se apoyó con su mano izquierda sobre trinquete y se dirigió a sus subordinados.
-¡Dejad de carenar! - ordenó.
-¡Dejad de carenar! - siguió su segundo, a babor.
-¡Soltad el amarre!
-¡Soltad el amarre! - repetía la otra voz, como un eco.
La nave ya no estaba atada. Las velas sintieron la caricia y la fuerza del viento y el barco se alejó de la orilla. Avanzaba lentamente y el muelle de Barcelona quedaba cada vez más lejos.
-¡Ahora remad! - dijo el capitán cuando estaban algo más distantes de la costa-. ¡Remad galeotes!
-¡Remad! - dijo la segunda voz.
-¡Remad! - ordenó una tercera, bajo cubierta.
Los remos asomaron por las aperturas laterales que había en el casco de la nave y empezaron a golpear y empujar contra las suaves olas que se agitaban sobre la playa. Y así, brazada a brazada, se adentraba la Serenata hacia el abismo azul del Mediterráneo.
-¡La mar es bella! - tronó la voz de Lampán-. ¡Rezad a San Nicolás y trabajad con fuerza, marineros! ¡Haced que se mueva nuestro bajel! ¡Haced llorar a los ángeles al ver avanzar nuestra bella dama!
Ariano empezó a sentir cómo se mecía el barco sobre el agua salada del mar, un continuo movimiento de balanceo que lo llenaba de emoción y ansiedad. «Por qué», se preguntó, «¿por qué estoy haciendo esto?»
-¡Que vean a la Serenata cortar espuma y viento! ¡A toda vela! ¡Avante, marineros! ¡Avante toda!